martes, 21 de febrero de 2012

OTROS AUTORES SOBRE EL ENSAYO: Luigi Amara

 Es también mi interés formar un archivito sobre el ensayo según la perspectiva de otro autores. Esta sección se ha de llamar "Otros autores sobre el ensayo", y la inauguraré con este texto de Luigi Amara.
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EL ENSAYO ENSAYO por Luigi Amara

El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.

Ezequiel Martínez Estrada


Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”.

Lo mismo en Montaigne que en Bacon, los dos fundadores del ensayo, está la idea del tanteo, de experimentación, la inquietud de paladear las cosas por uno mismo. Su verbo característico es “probar”, no en el sentido de demostración, sino de ver a qué sabe. Con el ensayo se avanza por el terreno solitario de la subjetividad, de espaldas a las doctrinas establecidas, con el fin de sopesar un asunto, cualquiera que este sea, en la báscula interna, someterlo al escrutinio de la experiencia personal, a su ensayo. El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante. El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo, concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él.

Todo esto lo escribo con un poco de bochorno pues sé que es de sobra conocido; pero lo escribo de todas formas porque me parece que esas dos cualidades del ensayo –su acento subjetivo y su sinuosidad tanteadora– están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo. Pasa tal vez que la libertad con que discurre el género ha contagiado nuestro vocabulario y entonces cualquier texto en prosa, desde el artículo de periódico hasta la tesis académica, desde el comentario político hasta en últimas fechas la novela, se consideran ensayos. Como de pronto todo mundo dice escribir ensayo, y hay colecciones de ensayo y premios de ensayo que no publican ni premian ensayo –sino más bien estudios, monografías, colecciones de artículos, tesis para obtener un grado, maquinazos, reseñas presuntamente críticas, discursos–, a fin de distinguirlo de esa variedad de textos de una cercanía engañosa algunos se han visto en la necesidad de denominarlo “ensayo literario”, “ensayo libre” o “ensayo personal”, mientras que otros hemos preferido referirnos a él, con algo de énfasis y de nostalgia, como “ensayo ensayo”. Es verdad que el género es tan elástico y movedizo, tan receptivo y abierto que no tiene mucho caso preguntarse por su pureza; pero tampoco tiene mucho caso reflexionar y hasta organizar mesas redondas sobre el ensayo cuando en realidad estamos hablando de otra cosa.

Algunos rechazan que sea propiamente un género; otros pretenden que también los escritos formales, teóricos, que siguen un rigor lógico han de ser llamados ensayos. Yo creo que estas dos posiciones son una necedad, un resignado estatismo de la ignorancia. Etiquetas como la de “ensayo formal” o “ensayo impersonal” rechinan en mis oídos, en mis oídos quizá anticuados, como la idea de una novela sin narrativa o un soneto en prosa. Mi escalofrío se produce no por cerrazón, sino por la sospecha de que al entenderlo así, de esa manera tan laxa, se pierde justamente su cariz experimental, su condición de laboratorio sobre el papel.
El ensayo es un “género degenerado”, sí, y por si fuera poco de lo más hospitalario, pero no hasta el extremo de traicionarse. ¿Qué ganamos con decir que sus únicas constantes son la apertura temática y la libertad
compositiva, cuando eso mismo podría decirse de muchísimas cosas? “Prosa no narrativa”, han dicho otros. Pero como el ensayo con frecuencia incluye anécdotas o adopta la estructura del relato, nos quedaríamos solo
con la prosa. El ensayo es prosa. ¡Fabuloso! No hay que olvidar que el libro de Montaigne fue considerado por Brunschvicg “el libro más original del mundo”; si me resisto a llamar a todos esos tratados, informes de investigación y artículos de toda laya ensayos, es porque no encuentro en ellos los rasgos que hicieron del libro de Montaigne el libro más original del mundo.[1]



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