viernes, 10 de febrero de 2012

Entre los callejones de la Ciudad de Dios


Tratemos de evitar los discursos apocalípticos de cliché sobre el “inevitable fin del mundo”, “el juicio de las almas pecadoras” y “la perdición de nuestro amado país”. La distopía presentada en Ciudad de Dios (u otra película con tónica similar) es apenas un pálido reflejo de lo que se vive día a día en numerosas regiones del mundo, es cierto; pero también ofrece un vistazo de sus causas.

Para aclarar ciertos puntos, vale la pena hacer una  suerte de retrospectiva estilizada: 

A pesar de los obstáculos, hubo un momento en que el Soñador creyó que el mundo ideal estaba al alcance, todo gracias a él; después, cuando más alto se había elevado, largas garras lo precipitaron al suelo, acribillaron sus ilusiones y lo dejaron mutilado dentro de un cráter; entonces, el Soñador con sobrehumano esfuerzo   se arrastró hasta poder incorporarse, mientras rememora una y otra vez la caída. 

Tiene miedo, está furioso, empieza a dejar de creer (las garras lo escarmientan de vez en cuando, para asegurarse); ahora se persuade de lo equivocado que estaba (lógico…), tira a la basura sus antiguas convicciones, mira con desprecio a sus ofensores y a los que lo permitieron (¡ingratos!) y parece coquetear con la idea de mandarlo todo al carajo o cambiar de bando (¿quién no quiere estar del lado ganador?). 

Pero resulta que ¡oh, sorpresa! en el camino parió varios hijos: uno, nacido de las ilusiones, sigue peleando, se levanta, se tropieza, a veces enceguece, no olvida su objetivo pero quiere conseguirlo todo él solo; otro, muere durante el parto y el fantasma de su pútrido cadáver acompaña a su padre y a sus hermanos a cada paso; otro nace del odio, tiene el cuerpo lleno de cicatrices purulentas y su juguete favorito es una AK-47;  el último nació de la mierda y, por tanto, siempre tiene hambre de dinero. Todos siguen su propia senda… pero, ¿hacia dónde?


Entonces, regresemos a nuestro punto de partida: la distopía, el camino al infierno. Vamos en línea recta y sin escalas, casi seguro; pero, ¿cómo concebimos este oscuro destino? Violento, brutal, indiferente, trágico, doloroso… ajá, ¿y qué más? 

¿Eterno, acaso? 

¿Una vez que el averno caiga sobre nosotros, ya no podremos escapar nunca? 

¿Qué tal si sí hubiera una salvación? 

¿Cuál sería? 

¿Quién nos salvaría?


Veamos: Desde donde yo lo veo, hemos visto y vivido suficiente historia como para saber que ninguna etapa es perpetua. Puede ser muy larga, corta o espaciada, lo único constante es su dinamismo, de manera que, si podemos vislumbrar el inicio de un periodo nefasto, también podemos imaginar al menos su final.


Sobre la violencia y la crueldad, es necesario tener presente  que, como muchas otras capacidades emocionales, son inherentes a la naturaleza humana; todos somos individuos potencialmente violentos. Para poder controlar estos impulsos es preciso asumir este hecho –pues negarlo es tan reprobable como dejar libre a la bestia-, sólo a partir de ello, se puede iniciar el proceso de “domesticación” y adaptación a un medio social que requiere de autocontrol para mantener un equilibrio (lo cual vi enunciado por primera vez en un elocuente libro sobre licantropía).


¿Qué hay de la salvación? Pues si podemos vislumbrar un final para el infierno, existen muchas posibilidades; unas más concretas, unas más utópicas, otras más supraterrenas, todo depende de cada perspectiva. Sin embargo, me parece —como a muchos otros que seguir con la idea de que un solo individuo o grupo reducido de personas (o entes) podrán salvar a toda la humanidad sería una condición fundamental para alargar nuestra estadía en el inframundo. Por un lado, ¿no ha sido esta funesta idea de caudillismo lo que le ha impedido a las ideologías liberadoras el alcanzar su objetivo?, ¿no a todos les llega la tentación ser “El Salvador”?, ¿no es por ese afán egocéntrico que no han podido ponerse de acuerdo y se han vuelto víctimas fáciles de sus antagonistas? Por otro lado, relegar la salvación a otro manifiesta un profundo horror a asumir una responsabilidad histórica. ¿Tan cobardes somos?, ¿tan débiles o tan incapaces? Es decir, si existe una capacidad en sentido destructivo, debería haber una capacidad inversamente equivalente.


En tiempos tan catastróficos como los que vivimos ahora no es de sorprender la cantidad y variedad de teorías acerca de lo que nos depara el futuro; unas promueven la idea del destino, otras, la de la construcción gradual y causal de la propia existencia. 

En lo personal, no sé cuál será la correcta, ni siquiera si existe tal; pero creo que, bajo el supuesto de que nuestro destino estuviese trazado –por nuestra naturaleza, Dios, las fuerzas cósmicas o quien sea-, es tiempo de levantar la vista y, al menos, elegir cómo enfrentarse a él.  

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