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sábado, 8 de febrero de 2014

Crónica de una melómana desprevenida

El miércoles pasado (5 de febrero), sin apenas dormir, sólo con un minipedazo de granola en la panza y directo del trabajo, fui a la presentación del libro Los sonidos de la lírica medieval hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras. El aviso ya tenía unas semanas y no ir quedaba fuera de discusión. 



En términos generales, podría decir que fue una ocasión amena, divertida, ilustrativa y muy conmovedora. Entre chistes, datos curiosos y congratulaciones bien merecidas, Carmen Elena Armijo, Manuel Mejía Armijo, Cristina Azuela (los editores), Francisco José Viesca Treviño (Director de la Escuela Nacional de Música) y Javier Cuétara Priede (Coordinador del Colegio de Letras Hispánicas) convirtieron a los presentes en un grupo de viejos amigos. El libro y el disco (aunque éste apareció primero) son el remate de varios años de trabajo interdisciplinario e internacional, cuyo objetivo es transmitir y enseñar la literatura como se hacía antaño: por medio de la música y el canto. Tiempos en que la literatura llegaba directo al oído y apenas pasaba por los ojos (para la gran mayoría de la gente). Entonces, lo vi como un hermoso ejemplo de cuando el rigor académico y la pasión se unen para obtener resultados espléndidos. 
Después de la presentación, vino un concierto. 

El grupo Segrel, fundado por Carmen Elena y ahora dirigido por Manuel, se ha dedicado a estudiar, reconstruir e interpretar música antigua. Nos platicaron y nos dieron a conocer sus instrumentos. También nos explicaron en qué contexto se tocaba tal o cual pieza y qué significaba su respectivo discurso.

La accesibilidad y el buen humor de los integrantes sólo fue el comienzo de una serie de momentos muy íntimos entre el público y la "poesíca". Segrel nos ofreció alrededor de seis piezas pertenecientes al disco “Los sonidos de la lírica medieval hispánica”, que abarca la lírica latina del siglo XI, jarchas mozárabes del siglo X al XII, lírica galaico-portuguesa del siglo XIII, lírica catalana y lírica juglaresca castellana del siglo XIV, Lírica judeo-española tradicional y lírica popular de tradición medieval en los cancioneros polifónicos del siglo XV al XVI.





Tal vez haya sido el hecho de que las piezas se presentaban en orden cronólógico y la cercanía estética y temporal produjeron un mayor impacto; tal vez cada poema se apiló sobre el anterior hasta crear un efecto sobrecogedor… lo cierto es que al llegar a “Varones buenos e onrados” (cantar de ciegos, en el Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita) y dos de los segreles empezaron a pasearse entre el público, cantando y “pidiendo limosna”, algo empezó a agitarse dentro de mí. Algo parecido a la angustia y la emoción empezó a perforar desde mis oídos y hasta mi pecho. Me asustó un poco no entender lo que estaba sintiendo ni por qué. 

Parecía haber llegado el final. Después de los aplausos, Manuel dijo entre risas: “Les preparamos un encore… aunque no lo hayan pedido.” Todos compartimos las carcajadas, los aplausos y coreamos de inmediato: “¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!”. (No había sido a propósito… Es que no habíamos tenido tiempo para salir del trance).

Hago memoria, lo intento con todas mis fuerzas, pero no recuerdo el nombre de la última pieza… Lo que sí recuerdo con diáfana claridad es lo que sentí; la música me tomó por sorpresa cuando ya me encontraba en el punto de quiebre. Ya no estaba escuchando únicamente sonidos de la España medieval, también oía sonidos mexicanos vivos y fiesteros. No hubo razón o control que valiera, las lágrimas se deslizaron a raudales por mis mejillas. Sin embargo, no fueron las palabras, de eso estoy segura. Por encima de los instrumentos se alzaron dos voces: una femenina y una masculina, las cuales entablaron un diálogo alegre y juguetón. 

Fue como si la voz del hombre me hubiera hecho subir a empellones hasta lo alto de un risco y la voz de la mujer me hubiera arrojado en un salto triple sobre el borde y me hubiera acompañado hacia el vacío. Para colmo, lo volvieron a hacer en tres ocasiones al menos. La primera no amortiguó en absoluto las sensaciones posteriores. Ya no había angustia; era una violenta mezcla de alegría, conmoción, asombro, nostalgia y ese particular sentimiento de pertenecer a algo o a alguien. 

 Pocas veces la música me ha sacudido a tal grado. La mayoría del tiempo me restrinjo a experiencias seguras; sonidos sencillos o sonidos complejos que he logrado domesticar a fuerza de costumbre y ejercicio de intelección. Lo admito: así es más fácil, más cómodo.

¡Ay! Si no me entregué por completo a un ruidoso llanto es porque logré conservar un mínimo grado de compostura (¡Sabe Dios cómo!), pero mis ojos ya estaban enrojecidos y mi nariz moqueaba de manera un tanto lastimosa. Odio llorar en público, ante conocidos y desconocidos por igual. 

Ahora sí, todo había terminado.

Los detalles de la salida y las despedidas son irrelevantes. Lo que permanece (en una poética paradoja) es la música. Aún perdura el efecto, incluso en este instante, de sentir que me elevo y caigo sin control, pero con la certeza de que no me estrellaré ni me partiré en mil pedazos contra el suelo.

martes, 10 de julio de 2012

La niña del Sol y su música

[…] cuando el sonido, y el color y la forma se encuentran
en una relación musical, una hermosa relación entre unos y otros
 se convierten, por así decirlo, y evocan una emoción
que está hecha de distintas evocaciones y sin embargo es una sola emoción.
W. B. Yeats, “El simbolismo de la poesía”

きみでいて いて (Sé tú, está[te] a salvo).
Kanno Yōko, “Kimi de ite, buji de ite”
(canción dedicada a las víctimas del tsunami-terremoto de Japón)

Ha llegado a mis oídos que hay una pugna ideológica latente entre artistas y diseñadores, al menos, así dicen en la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Al parecer, los primeros son “unos pedantes, egocéntricos, pagados de sí mismos” y los segundos son “las prostitutas del arte, siempre pendientes de la oferta-demanda para ‘crear’ y listos para venderse al mejor postor”. Me imagino que con los músicos y compositores, los prejuicios no son muy diferentes.

Los partidarios de la mitológica alta cultura quizá consideren improbable por no decir imposible que una persona que se dedica a componer música sobre encargo para videojuegos, caricaturas y ­¡horror de horrores! para comerciales de la Coca-Cola, merezca tantito respeto. Tal vez, pero hoy no dan ganas de formar parte de las filas apocalípticas según Eco ni de pensar que la cultura de masas representa el fin de la cultura humana, así que habrá que ver el asunto con detenimiento y conocer la historia de quien podría cambiar varias opiniones.

Yōko es un nombre un poco difícil de traducir, en especial, porque depende de los kanjis con los que se escriba, pero lo más certero, en este caso, sería: ‘Niña del Sol” o “Niña solar”, donde la bebé es considerada una fuente de luz tan poderosa y brillante como el sol. Es posible que los padres viesen algo extraordinario en su hija —y no necesariamente por cursilería parental—. En fin, el 19 de marzo de 1964 nació una niña llamada Yōko en la prefectura de Miyagi[1] y los hechos empezaron a confirmar la intuición; como tuvo la fortuna de estar cerca de la música, compuso desde chiquita. Sin embargo, un entrenamiento musical pudo haber costado más de lo que su familia podía pagar y entonces la cosa se quedó dentro de ella, que se enseñaba a sí misma a escuchar y jugar con los sonidos.

El tiempo pasó y muchos se fueron poniendo viejos. Justo cuando creía que escribir novelas era lo suyo y había entrado a la Universidad de Waseda para estudiar Letras Japonesas resulta que la niña no soportó más de un mes y en otro lado se le dio la oportunidad de tocar su música. Así pasa. Se divirtió un par de años con Tetsu 100% hasta que la gente de Koei, al ver talento en potencia, comenzó a ofrecerle trabajos de composición para videojuegos.  


Así estuvo unos años, y en 1994, la situación volvió a cambiar de tinte, pues también le llegaron ofertas para trabajar en anime. Macross Plus fue sólo el calentamiento; luego vinieron proyectos como Brain Powerd, algunas colaboraciones con el equipo de CLAMP, Arjuna, Ghost in the Shell: Stand alone Complex, Turn-A Gundam y muchos otros más en los que trabajó al lado de grandes personalidades en el mismo campo. Desde entonces, la dinámica ha sido casi siempre la misma: Le mandan el libreto uno o dos años antes de concluir la serie; ella primero se deja ir y luego consulta. Si bien toca muchos instrumentos, el piano es el que traduce mejor sus emociones. Es probable que durante esos días ella diera a luz a su otro nombre, Gabriela Robin, y  al pollito que se asoma en la ‘Y’ de su firma.

Como sea, parecería que la trayectoria de la Niña del Sol no es tan extraordinaria como  vaticinaba su nombre algunos dirían que apenas alcanza a ser mencionada como curiosidad de cafetería. Pero como sucede con muchas frutas artísticas (no con todas), el jugo no se encuentra en los hechos externos, sino en la obra. Los nombres de Cowboy Bebop, Escaflowne no Tenkuu y Wolf’s Rain son los que más resuenan en mi cabeza cuando pienso en ella y les diré por qué.

SEE YOU SPACE COWBOY!
En un futuro de cazarrecompensas intergalácticos, aderezado con toques western, neoyorquinos y fronterizos, se desarrolla la historia que queremos que musicalices —me imagino que le dijeron a Yōko un buen día.

—Ah, bueno… —llanamente pudo haber contestado ella. Luego, a lo mejor se metió a su estudio y empezó a oír música aleatoria mientras escribía, como suele ser su costumbre.

Quizá “Tank!” empezó a tomar forma en su mente: las trompetas y los platillos dan una electrizante entrada, los contrabajos y los bongós luego llevan un ritmo más tranquilo sólo para anticipar un estallido de puros fuegos artificiales. Tal vez una seductora voz masculina podría anunciar la fiesta, o decir algo que suene como advertencia: “…Get everyone and their stuff together, Okay, 3..2..1..Let's JAM!” Bien, eso podría sintetizar el vértigo de la vida de la banda del Bebop. “Tiene que ser movido, pícaro y transmitir un aire de peligrosa audacia”, se diría ella frente a su piano.


¡Pero, mujer! ¿Qué le buscas? Eso se llama jazz —le contestaría un homunculillo lógico y razonable que suele reptar por su estudio—. Eso se toca en Estados Unidos; lo inventó el pueblo negro de las ciudades de la costa este, en medio de luces nocturnas, fuertes zapateos y terribles separaciones —le replicaría el bicho—, ¿qué tiene eso que ver contigo o con unos cazarrecompensas espaciales?

—¿Y qué? Es tan de ellos como nuestro —como a Yōko siempre le pareció más fácil tocar música que hablar, no le importa la cuestión de los géneros; si es la forma que necesita, eso es más que suficiente.

¡Haz lo que quieras! —y el homúnculo desaparecería por el momento. Ella podría haberse imaginado a Spike, el personaje principal. No le dieron características muy específicas, así que debió ingeniárselas para acertar. Sólo le dijeron que es un joven cínico y con recuerdos dolorosos de un viejo amor… ¡el saxofón lo diría bien! “Goodnight Julia” suena a una sola y melancólica voz y el piano sólo concentra aún más su canto. Pero, ¡un momento!, incluso podría tener una segunda parte, una continuación, una oportunidad para trascender el recuerdo: “Space lion” transcurre del solitario saxofón hasta cánticos infantiles, claros y cíclicos, donde ambas voces se combinan y revelan el final del camino.

A lo largo de la composición, Yōko también trabajó con su banda, The Seatbelts, y con Yamane Mai, una dulce cantante que adora el soul.

Según le dieron los argumentos de los capítulos de la serie, ella experimentó con más y diversos géneros —sin buscarlo y para irritación del homúnculo purista—: “LIVE in Baghdad” exuda el más puro espíritu metalero entre riffs rápidos y sonoros bits que inspiran headbangings; pero, si se trata de cowboys, por fuerza debe haber música western: “Go go Cactus Man” evoca escenas propias de El bueno, el malo y el feo; también hay momentos donde la harmónica bluesera de “Spokey Dokey” o soulera de “Digging my Potato” queda muy bien para transmitir viejos  dolores; el juguetón j-pop de “Cats on Mars” refleja la personalidad de Ed, la excéntrica niña genio; y “MUSAWE”, cantada por Hassan Bohmide, combina el jazz americano con las voces tradicionales sudafricanas. Al verlo con cuidado, lo cierto es que las estrellas no son muy diferentes de las luces de la ciudad en medio de la noche, la soledad en medio del espacio no es distinta a la soledad bajo la lluvia y los espasmos que producen en jazz se sienten igual allá arriba que aquí abajo.



Más de cien pistas apenas fueron suficientes para darle vida a un universo, literalmente, multicultural.

Session over.

EL GUYMELEF YSPANO Y EL LLAMADO DE LA ARCADIA
—Bien, esta historia se trata de una chica de preparatoria que adivina el futuro y conduce o anda por ahí sobre un mecha[2] blanco —le dijeron otro buen día a Kanno, por ahí de 1995.

—Entiendo —fue la escueta respuesta. Se encaminó a su trinchera y se puso a componer las primeras piezas, unas diez o veinte.

¡Pero, mujer! —chilló el homúnculo—, “¿sabes que también habrá reyes y príncipes, dragones y magia?, ¿qué sabes tú de eso?

—Claro que sí, aquí también tenemos magia. —Escaflowne no Tenkuu o La visión de Escaflowne, además, era una historia de amor; así debía ser el resto del proceso de composición. Su esposo compartió la tarea con ella.

La formación como chelista profesional de Hajime[3] y las fuertes influencias de Ravel y Debussy de Yōko se fundieron para crear un tipo de obra mucho más sinestésica (porque los sonidos también tienen colores y formas). Imagínense un lienzo blanco. Ahora, suena “Dance of curse”, por ejemplo, que empieza entre aceleradas cuerdas, cortas y agudas (se alternan brochazos amarillos, ocres y hasta anaranjados con rasguños blanquecinos), y luego explota entre percusiones graves y coros mixtos que repiten el mismo nombre: “ES-CA-FURO-NE” (pasa a repetidos rayones de verde y de ahí a bloques de vinos y terracota), las notas suben y bajan dramáticamente, representando la imagen de fuego, de guerra, de desastre; “Zaibach” es más lúgubre aun: el contrabajo y el chelo buscan sus tonos más bajos, la violas esperan y gritan en tono ascendente para acompañarlo; trompetas, cornos y tubas acercan poco a poco un peligro inminente (sólo se ve un fondo negro con plastas de marrón y rojo en puntiagudas y pesadas formas).

“Memory of Fanelia” y “Fatal” son piezas de aristocrática nostalgia. La primera usa violines al estilo de los reinos costeros del siglo XVIII y dulces toques de harpa (despiertan tonos oscuros del rojo, verde y azul trazados con delgadas líneas curvas de oro y plata, muy diferente de “Aoi Hitomi”, canción que comparte la misma melodía, pero en un juego visual más amoroso); la segunda es un solitario silbido de una vieja canción popular, como una débil llama en medio de la oscuridad (como un trazo blanco que titila a veces con más fuerza, a veces con menos, en un lienzo negro).

“Yakusoku wa Iranai” y “Hitomi theme” tienen esa dulce intensidad de todo tema romántico —no podía faltar—: la primera en una explícita declaración de fe, que entre los japoneses equivale a una de amor; la segunda (entre sus largos tonos blancos y pasteles), transmite la unión entre los dos amantes, Hitomi y Van, sin ninguna prisa, sin nada que explicar.

No obstante, las piezas más hermosas me parece que son “Arcadia” y su guarnición, “Angel”. Como sacadas de una ópera decimonónica, las voces femeninas se disuelven en el aire como un recuerdo lejano lleno de luz e imágenes cristalinas; llevan a un mundo ideal de alas blancas y paisajes bucólicos que fue y en medio de tragedias desapareció. Hay momentos incluso, en los que uno entiende el solemne discurso de Don Quijote sobre la Edad de Oro, una edad de perfecta armonía, donde las perversiones del mundo real no llegan.

La música también construyó, en aquel entonces, su propia historia de amor.

¡CORRE, LOBO, CORRE, EN BUSCA DE LA FLOR LUNAR!
En un futuro no muy lejano, los lobos casi se han extinguido, el mundo está al borde de la destrucción y la única esperanza reside en un lobo vagabundo… Eso es lo que tenemos hasta ahora. —Podrían haber dicho unos ejecutivos de los estudios BONES entre 2001 y 2002.

—Está bien —y una vez más, Yōko, como siempre, se metería a trabajar en su estudio. Tal vez se puso a darle vueltas al asunto. Los lobos, los ōkami, eran no sólo animales sagrados en la antigua cultura japonesa, eran mensajeros, eran puentes, eran dioses guardianes. Ya no están, ya casi se han ido. Recordarlos es sentir el dolor de su ausencia, pero también es pensar en el futuro. La música debe decirle a la gente de este sufrimiento y de la esperanza que le sigue.

¡No entiendo! —atacó de nuevo el homúnculo lógico—. Los lugares de los que hablan son  ciudades como las de Europa del este, ¿sabes cómo es la vida allá? Además, los lobos salvajes y su culto se remontan a siglos atrás, pero esta gente habla del futuro, de una extrema modernidad, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?

—No —quizá lo interrumpió con calma la compositora—: ya sea barbarie civilizada o civilización barbárica, no se excluyen el uno al otro; los dos están ahí —y no volvería a hacer caso.

El caso de Wolf’s Rain es único por la convivencia perpetua de contradicciones (que no antinomias), no sólo a nivel de narrativa, sino en cómo las melodías revelan tal discordancia sublimada en un todo indisoluble.

En efecto, las melodías pensadas para esta serie muestran una influencia internacional aun más amplia que en Cowboy Bebop: Polonia, República Checa[4], Italia[5], Francia[6], Brasil[7], Estados Unidos[8], India[9] y Japón[10] se encuentran presentes, menos en forma de géneros musicales y más en discursos sonoros alrededor de un mismo concepto: la búsqueda delラクエン (Rakuen), el Paraíso. El viaje de los Lobos con la Flor Lunar sólo tiene significado a partir de esta idea; sin embargo, su Paraíso no es la perfección redentora de Occidente, es el mundo donde los Lobos reinan y dan a luz a la Humanidad y a nuevos comienzos. No es el final, es la siguiente parada y el retorno a la vez.

A diferencia de La visión de Escaflowne, cada pieza de Wolf’s Rain no evoca colores o formas, sino que apela a la memoria, recupera recuerdos y los hace tangibles dentro del propio cuerpo, como si algo nos llamara desde el interior. Así, resulta natural compartir la inquietud de Kiba, el lobo ártico que inicia la historia: “No hay nada en el final del mundo. No importa cuánto camine, el mismo sendero sigue y sigue. Aun así, ¿por qué siempre tengo el mismo deseo…? Puedo oír a alguien llamándome: ‘Busca el Paraíso’”.

Los sentimientos que evocan estas melodías se manifestaron de una manera muy curiosa en mi caso, pues los pude traducir en algo abstracto en extremo y concreto a la vez: los tiempos del lenguaje (al menos, del español y en bella nomenclatura):  “Pilgrim snow” y “Hounds” suenan a presente, a acciones que transcurren en el ahora del yo soy, sin antecedentes obligados o consecuencias necesarias; “Visions of a flame” e “Indiana” suenan al remoto pretérito colectivo del fuimos, en el que nos sentábamos alrededor del fuego y nos mirábamos unos a otros escudriñando respuestas, mientras que “My little flower” suena a un pretérito individual, un inocente e infantil fui; “Mouth on fire” y “Silver river” suenan a copretérito, un momento visto en su duración y, tal vez, el yo era se vio interrumpido por otra acción o se congeló en el tiempo; “Tsume no suna”, “Escape” y “Face on” suenan a un futuro urgente y atribulado, sin mayor inquietud que su propio e inalcanzable acontecer de yo seré.


No obstante, la serie compuesta por “Sold your soul”, “Separated”, “Friends”, “Rakuen”, Leaving on Red hill”, “Paradiso”, “Beyond me” y “Go to Rakuen” resuenan más hondo. Todas, solas o en conjunto, suenan a los más tristes y estáticos tiempos: a pospretérito —en su tono de esperanza y de posibilidad para formar el yo sería— y a pretérito subjuntivo —cuya existencia es condicionada al si yo fuera; pero verdaderamente llega a doler cuando las notas tintinean como antecopretérito subjuntivo y sus ecos provenientes de ningún lugar: si yo hubiera sido.

No sé si un trabajo de composición es más auténtico, real o verdadero que otro, ya sea que nazca de forma espontánea o por encargo, pero el uso que se le dé no determina su valor. El trabajo de  Kanno Yōko, me parece, dice mucho más acerca de su vida que lo que dejan ver sus entrevistas, biografías u otras fuentes (y, seamos honestos, de todas formas no hay mucho que contar). Por supuesto, ninguno de los amables lectores tiene la obligación de creer mis palabras. Lo que es más: debe dudar de ellas, acercarse a escucharla y extraer una experiencia e interpretación propias (en el mejor de los casos, compartiremos la misma locura).

En fin, desde donde yo lo veo, se trata de una propuesta con sabor a táctica certeausiana: dentro del sistema de la cultura de masas y a partir de los elementos proporcionados por la “cultura popular”, en vez de establecer un lugar común de domesticación, la compositora construye una y otra vez un nuevo lugar de enunciación desde el cual dialoga con el público. Es casi seguro que sus motivos sean mucho menos políticos que estéticos, pero —para nuestra fortuna y alegría— cada quién sabrá cómo apropiarse de cada una de sus músicas.

La Niña del Sol brilla y el homúnculo se calla.


[1] Hecho doblemente doloroso por la fecha y por el lugar— debido a los últimos acontecimientos en la costa noreste de la isla principal.
[2] Mecha es la abreviación de Mechanical, término que en Occidente ha servido para designar robots gigantes, ya clásicos en el imaginario popular. En Japón, "mecha" puede englobar cualquier aparato electrónico de uso diario. 
[3] Mizoguchi Hajime (Tokio, 1960). Es un afamado chelista y compositor. Si bien ha trabajado en varias bandas sonoras de anime, la mayoría de su trabajo se enfoca en composiciones clásicas.
[4] Las Orquestas Filarmónicas de Varsovia y Praga.
[5] Franco Sensalone.
[6] Ilaria Graziano.
[7] Joyce.
[8] Steve Conte.
[9] Raj Ramayya.
[10] Sakamoto Maaya.


martes, 5 de junio de 2012

Epístola sobre la experiencia de la flauta dulce


Donde haya islas,
habrá pinos, y el viento
sonará fresco.
Shiki (1867-1902)

‘Experiencia’ significa el conocimiento adquirido a lo largo del tiempo. Esto es lo vivido y depende del sujeto.

Parece que conoces la flauta dulce desde siempre, aunque esto puede no ser cierto. Desde niño y hasta la adolescencia, te ponen en las manos un instrumento alargado, hueco, con agujeros y muy ruidoso, sin enterarte muy bien de por qué. Entonces, no sabes que ese objeto es uno de los más viejos en nuestra historia consciente; tampoco te dicen que es legado benévolo de un viejo tirano y tampoco te enseñan que hay más que sólo el nombre de la notas. Hay mucho silencio a su alrededor.

Al hablar de tu propia experiencia, cuando te diste cuenta de que esa cosa producía sonidos, fue fácil memorizarlos y tal vez hacerlos estallar para molestar al compañero de al lado cuando los adultos no miraban. También pudo ocurrir que esos sonidos se quedaran en un solo lugar, pero no contigo. Así, el instrumento no cumple con su objetivo y su existencia se vuelve hueca.

A menos que detengas el discurrir de tu tiempo para explorar su cuerpo y su esencia, no podrás decir que la conoces o que supiste tocarla en algún momento.

La flauta no es un recuerdo de juventud, tampoco es un caro tesoro de iluminados; sólo pretende despertar y hablar con cada acto, como sucede con todas las cosas. Una flauta, un libro o un sable se mantienen inertes si no están en manos de una persona; si no hay una vida que se comparta con ellos, se quedan quietos. Una fue hecha para sonar, otro para decir, el último para cortar, pero requieren de un entendimiento que devele su contenido; de otro modo, la vida no basta.




Hace años, Jorge Cuesta le cantaba a un dios mineral:
El aire tenso y musical espera;
y eleva y fija la creciente esfera,
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.

Así ha de ser para ti cuando se trata de hacer música a través de una flauta.

Fuera de voluntades, en principio, hace falta calor. Si una boca y un cuerpo helados sólo le pertenecen a los muertos, si el movimiento es energía y la energía es calor, hay que contagiarlo para obtener un despertar adecuado. Al exhalar a través de un túnel frío, se escapan chillidos lastimeros que sin duda has tenido que soportar. Eso quiere decir que no está lista. Después de todo, no está domesticada y nunca lo estará, no importa si es de pasta o madera; cada nuevo día, para ella, será como el primero y deberás buscar las posturas, el aire y la fuerza como si no la hubieras conocido antes.

El sonido, como el aire, es inamovible: está en todos lados, excepto en el vacío. Inamovible no significa que permanezca como una cosa insensible; al contrario, fluye por todos lados y por lo tanto, aunque se pueda dirigir, no se puede mover. Unos dicen que la voluntad detrás del viento es la de Dios; otros, que no hay tal, sino un choque entre lo frío y lo caliente; ambas explicaciones son correctas en tu caso: la voluntad detrás de la flauta es la tuya y nace a partir del enfrentamiento entre tu existencia y la de ella.



Pero soplar mil veces por tiempo indefinido no hace que la música tenga forma. Para que cada nota siga su camino, la mente no debe detenerse. Tal vez ya hayas escuchado sobre este concepto. Hay muchas distracciones cuando se quiere tocar un instrumento: las partituras, la armadura, los tonos, los matices, los adornos, los tipos de sonido, las posiciones del cuerpo, los recuerdos, las evocaciones… Si diriges la mente hacia uno de estos puntos, ésta será absorbida, se detendrá y lo demás se olvidará. Incluso al concentrarte en no parar, tu mente es arrastrada por este pensamiento y se paraliza.

En una pelea, sucede lo mismo: tu fuerza, tu habilidad, la fuerza del otro, la habilidad del otro, el entorno, las armas, el miedo y el enojo son abismos donde se despeña tu mente y entonces puedes morir. Por ello, conviene recordar que el movimiento es el principio de la vida.

El poeta Marco Antonio Montes de Oca escribió:
Ya no tengo raíces:
si me necesitas oh viento
sílbame nada más.

Lo que pudo haber sido una manifestación de resignada tristeza, también lo puede ser de libertad; nada hay que te ate y así, puedes seguir más allá del horizonte. Esto aplica a cada aspecto de tu paso por la tierra.

Pero no debes equivocarte y pensar que libertad es la ausencia de leyes u orden. El sonido tiene un orden y eso es el tiempo. Transcurre, se acelera o se vuelve lento, pero no tiene fin, aun cuando la pieza haya finalizado.

¿Y ahora? El calor, el aire, la continuidad y el tiempo no hacen la música. El cuerpo debe apropiarse del pensamiento, volverlo instinto sin perder la razón. Al sostener una flauta, te miras a ti mismo y tocas puntos clave de tu corporeidad; para emitir determinados sonidos,  acomodas y sopesas y adquieres conciencia de cada centímetro de piel, hueso y sangre. Un amigo, Eduardo Galeano, cantó satisfecho en una ocasión: “…Entonces, cuando me reconozco en ellos, yo soy aire aprendiendo a saberme continuado en el viento.” Hablando de los otros, también hablaba de Galeano. Se voltea la mirada hacia adentro y el mundo se vuelve más grande. Por supuesto, es difícil al inicio.

El cuerpo suele aprender y recordar antes que la mente; lo has sentido antes. De pronto, tu mente ha perdido el hilo, se confunde y se atasca, mientras tus dedos y diafragma continúan como debe ser. También puede ocurrir lo contrario: la mente entiende y quiere alcanzar lo que sigue, pero la torpeza de tu materialidad se lo impide. Si preguntaras a otros al respecto, uno te diría: “No sé cómo lo hago. Lo hago y ya”; y otro podría decir: “Entiendo qué debo hacer, pero no puedo hacerlo”.

Cuando intentas, por todos los medios, ensamblar ambos engranajes, resuena la sentencia del filósofo Takuan Sōho sobre la mente: “No importa dónde la deposites, si la dejas en un lugar, el resto de tu cuerpo fallará en sus funciones”. Cuerpo y mente deben entrar en consonancia, por lo que no puede haber ningún estorbo. A ello se refieren los que hablan del vacío al momento de actuar. Que no sea un accidente, que no sea un cálculo; lo que buscas es la armonía entre reflejo y pensamiento.



Al fin, para producir sonidos limpios, debes regresar a la fundación de todo. Así, aprendes a respirar por primera vez. Los que sostienen “Pienso, luego existo” no están equivocados, pero para otros, hay una certeza más simple: “Respiro, luego existo”. El aire es la base de la existencia espiritual y la meditación. Al sentir y entender la propia respiración, siguen los propios latidos y de ahí, el orden de todo lo demás.

De esta manera, el aire que produce tu cuerpo es como el viento sobre la tierra: se articula, se liga, se pellizca, aumenta o disminuye la fuerza, pero es una sola columna. De la misma forma, la música que ahora produce tu flauta es como la mente que no se detiene: durante el tiempo necesario, lo abarca todo porque no deja de moverse. O, como Galeano lo dijo alguna vez: En ese momento, “silba el viento dentro de mí. Estoy desnudo. Dueño de nada, dueño de nadie, ni siquiera dueño de mis certezas, soy mi cara en el viento, a contraviento, y soy el viento que me golpea la cara.”

Nuestros albores como seres humanos coinciden con el inicio de la música, que empezó con percusiones y soplidos. Hoy estás tú aquí, con las mismas intenciones. De eso se trata la experiencia.