miércoles, 2 de julio de 2014

Gran espada

La siguiente reseña gira en torno a la serie de anime. Si bien algunos elementos clave permanecen, la complejidad y los desenlaces son muy distintos e infinitamente mejores en el manga. En los sitios de lectura on-line, se ha traducido hasta el capítulo 152 (julio de 2014). 
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Conocí la serie de Claymore por pura casualidad. Conocí la historia de mujeres guerreras mitad humanas, mitad monstruo que se encargan de eliminar a los depredadores de la raza humana. Las llaman “Claymore” debido a que empuñan enormes espadas o “Brujas de ojos plateados”, por el terror que provocan.

Adoré la historia creada por Norihiro Yagi porque cada personaje tiene su propia historia de sufrimiento y supervivencia en un mundo donde las mujeres por lo general son ignoradas o temidas y aborrecidas (¿hablamos de otro mundo?).

Las niñas sobrevivientes a los ataques de los youma quedan huérfanas o son abandonadas; algunas de ellas son vendidas a unos hombres de negro y éstos las llevan a un lugar especial en el este del continente. Ahí les abren el cuerpo y les insertan carne monstruosa en cada recoveco (si la prospecto piensa en proteger su cuerpo, puede convertirse en una guerrera de tipo defensivo y podrá regenerarse con facilidad; si, por el contrario, piensa en matar a sus enemigos, podrá ser de tipo ofensivo y tendrá problemas si llegan a desmembrarla). Las que sobreviven al proceso, pierden el color de sus ojos y su cabello y entonces empieza un entrenamiento que se fundamenta en tortura física y psicológica. Al despojarlas de su humanidad, las transforman en objetos sin conciencia: herramientas desechables. Así ha sido por generaciones. Antes también había guerreros hombres, pero no sirvieron  porque se dejaban llevar con mucha facilidad. La prueba y el error demostró que sólo las féminas lograban controlar por más tiempo el impulso de rendirse al dolor, al placer, al hambre, al deseo de despertar lo más bestial dentro de sí. 

Hay una relación muy estrecha con sus cuerpos, así que la sangre, la mutilación y la tortura física no son aspectos desconocidos: como “hembras”, sangrar es una actividad natural; como madres, compartir carne y sangre también implica la deformación o incluso la pérdida de una parte del cuerpo; como mujeres que nacen en un mundo brutal, el dolor de ser abusada es una trágica realidad para muchas. 

La Organización a la que pertenecen busca alienarlas de un mundo complejo, de manera que establecen una sola regla: “No importa cuáles sean las circunstancias, una guerrera no puede interferir en asuntos humanos. No puede matarlos. Si lo hace, será ejecutada por sus compañeras.”

Compiten y deben matarse entre sí en caso de que sea necesario. Según dicen, es la única prueba de su lealtad a la facción humana… ¿Será?

La de la Débil Sonrisa sólo recobró su humanidad hasta el momento en que salvó a una niña pequeña; se percata de que el mundo no es puro blanco y negro, que la mayoría de las veces el peligro viene del Hombre, que el poder debe usarse para proteger, que la solidaridad y el amor son la llave para la felicidad (por breve que ésta sea). Por ejemplos como este, un miembro de la Organización declara: “Las mejores guerreras son las que mueren pronto... Si viven demasiado, empiezan a pensar cosas peligrosas.” Qué elocuente.

Todas las guerreras se parecen físicamente, en verdad, y podemos atribuírselo al estilo del autor. Pero entonces, ¿qué las distingue? Sus nombres, sus personalidades, sus discursos, sus símbolos… son únicos. Más allá de las miradas homogeneizantes hay una vasta pluralidad de perspectivas: algunas se volvieron soldados obedientes y sumisos, otras se volvieron sádicas y arrogantes; unas se hicieron miedosas y no tardaron en morir, otras se convencieron de que debían proteger a otros.

Como quiera que sea, si quisiéramos encontrar el eje principal de una historia tan extensa, bien podría ser la palabra “nakama”, que significa “compañera”, “camarada”, pero también “amiga”, “hermana de circunstancias”. No se identifican a partir de su sexualidad, sino por sus historias; viven tragedias similares y comparten el mismo miedo, la misma tristeza, el mismo deseo de seguir con vida. 

A pesar de los esfuerzos de la Organización, ellas hablan entre sí, se reflejan en los ojos de las otras, piensan, recuerdan, anhelan recuperar lo que han perdido y, ya que no pertenecen al "mundo humano", sólo pueden lograrlo  juntas como hermanas, hijas, madres, amigas... Miria lo hace cuando protege a sus subordinadas, Irene lo demuestra cuando se solidariza con la misión de Clare, Helen lo revela cuando grita que tener miedo a morir es parte de ser humanas… y el mejor ejemplo lo ofrece Jean, la de la voluntad más fuerte.


Pero esa Organización no puede ser eterna, no si sigue creando guerreras de inmenso poder a las que no despoja de mente y corazón propios. Algunas de ellas seguirán haciendo preguntas, investigarán el verdadero propósito de la guerra, pensarán que ya es suficiente y se darán vuelta con sus enormes espadas listas para hacer lo que hacen mejor.

La mayoría de las personas que me han dado fuerza son mujeres. No existen las casualidades. 

lunes, 9 de junio de 2014

Síndrome de tejidos penelopinos

Hace poco publicaron un ensayo mío en la revista Marabunta en el que juego con las posibilidades epistemológicas de tejer. Lo publico aquí también por si llega a haber problemas con el link:

Ilustración de Ángel Zaldívar.
“¿Tejer? ¡No mames, tejer es para viejitas!”, se oye por las calles.

No hay duda de que se trata de una burla. Tanto el acto de tejer como la condición de “mujer de edad avanzada” carecen de dignidad, emoción y valor social a ojos de nuestro agresor y la respuesta inmediata (natural y justa) podría ser: “¡Ah, chinga tu madre, ‘viejita’! ¡Ora, namás por eso, tú invitas las chelas!”. Pero si consideramos bien la situación, nos daremos cuenta de que el enunciado se apoya en presupuestos ridículos e ignorantes.

Cualquiera que haya intentado tejer, bordar o zurcir (volver a pegar tristes botones no cuenta) reconocerá de inmediato que no es igual a estornudar, ni sólo es cosa de “pasar el hilo y ya”; entender las instrucciones para elaborar tal o cual prenda se puede ubicar entre las actividades de intelección más herméticas; y cualquiera que haya escuchado las historias de las grandes tejedoras o las haya observado en la naturaleza, deducirá que las apariencias engañan, en especial, las inofensivas.

            Entre las múltiples representantes en Occidente, la que me provoca más curiosidad es Penélope, reina de Ítaca y esposa de Ulises. Hoy en día y en determinados ámbitos, ser comparada con ella puede tener, al menos, dos implicaciones: 1) que una sea vista como portento de esposa paciente, leal, discreta y abnegada o; 2) que una sea vista como un (lamentable) ejemplo de sumisión y resignación al patriarcado.

            A primera vista y de acuerdo con la forma en que han operado los símbolos a través de la historia, la figura de la reina itacense en verdad representa uno de los pináculos de la pasividad. Sin embargo, ello parte de un error por omisión: que tejer no significa nada, que es hacer algo sin hacer nada, que sólo es una forma menos molusca de esperar por otra cosa…

Si llenáramos el hueco con hilo y estambre, ¿qué pasaría?

La historia dice que, para ponerle un alto apropiado a los avances de los cazafortunas, Penélope anunció que tomaría una decisión una vez que terminara la mortaja de su suegro. Durante el día tejía y en la noche, deshacía…. Y así, por unos tres años. De acuerdo con la lectura clásica, el tejido era lo de menos, lo importante era comprar tiempo para el regreso de Ulises.

Nunca me atrevería a presumir qué hizo o no hizo Homero en vida, pero me inclino a pensar que tal vez no era de los que, en su niñez, permanecían quietos a observar cómo las mujeres a su alrededor hilaban, enhebraban y laboraban. Si hubiera sido así, la labor de la reina acaso tendría la misma relevancia epistemológica que las tertulias en el ágora.

Atenea favoreció al astuto rey de Ítaca y a su familia, no hay duda de ello, pero suele olvidarse que la diosa de la sabiduría y las actividades inteligentes también protege a las hilanderas, tejedoras y bordadoras. ¡Con toda razón! Quien entiende de tramas no es ningún idiota. Si bien la complejidad varía, es necesario un mínimo sentido de estrategia, discurso (de discurrir), anticipación, cálculo y posibilidad de error. La regularidad del movimiento ofrece, asimismo, el freno idóneo para los pensamientos atribulados; la monotonía (peligrosa como es) también despeja la senda para la cavilación recta.

Como actividad humana —que se realiza por gusto o vocación—, producir colchas, chambritas, bufandas, suéteres, cobijas, rebozos, manteles, tapices, gorros, calcetines, faldas, yelmos, barbas e innumerables etcéteras implica una noción de otredad equiparable con la de quien trabaja el campo y quien trabaja en la cocina: satisfacer una necesidad primaria de otro individuo. Como actividad egoísta, se manifiesta la intención de disfrutar el resultado tangible del esfuerzo propio. ¿Por qué no?

Si se observa con atención, la manera en que se entrelazan el derecho y el revés —elementos banales en su singularidad— depende de una intención estética y una conciencia del todo, del entramado, del futuro mismo. ¡Pregúntenle a las moiras! Ningún hilo es igual a otro, pero tampoco es muy diferente; el color, la textura, la longitud y el propósito difieren según la hebra. Aun así, todos deben terminar. El concepto de ‘destino’ está implícito en cada tejido. Es por eso que surge la imperiosa necesidad de azotar la cabeza contra la pared una y otra vez cuando, en el trance de la acción, el material se enreda, se jala o si se produce un error en la cuenta. La perspectiva del resultado nos obliga a cancelar nuestro derecho a equivocarnos y exalta el deseo de perfección. ¡Mejor deshacerlo todo y volver a comenzar!, sólo la experiencia y el genio pueden transformar un desliz en afortunado ornato. Hay quien, como Hugo Hiriart, entiende que no se trata de un mero proceso mecánico: “El arte por el arte y el tejer por el tejer” (refiriéndose a la labor de las arañas, tejedoras por antonomasia).

Así, por un lado tenemos la estética de la urdimbre y por otra, la ética. Tejer sí tiene un significado, no es no hacer nada, es otro tipo de discurso que surge a partir de un contexto y que responde en consecuencia. No sería muy diferente del propio acto de pensar, si consideramos que, típicamente, se opone el pensar o teorizar al hacer. No obstante, la lengua misma ofrece indicios de lo contrario, ya que “pensar” es tan verbo como “hacer” y —en calidad de verbo— es acción por derecho morfosintáctico, semántico y pragmático (Eduardo Nicol podría decir algunas palabras al respecto). Entonces, quizás elaborar una mortaja por años resulte tan significativo como tratar de regresar a casa.

Penélope no es tonta (“Quien entiende de tramas no es ningún idiota”): Aprovecha el menosprecio de los hombres por los quehaceres femeninos y la supuesta piedad por la condición de los muertos para esconder un profundo ejercicio intelectual detrás de cada hilo. Aun si no esperara el retorno de Odiseo, el tejido la protege de un matrimonio impuesto por la codicia y la ley; ella podría ganarse el legítimo favor de Atenea sólo por eso. Homero nos habla de los pensamientos de la mujer, pero únicamente los que se relacionan con su esposo (claro, se trata de la Odisea). ¿Y todos los demás?

A lo mejor, en esos largos días, la tarea fungió como un verdadero lienzo en blanco. Al tiempo que avanzaba, nuevas figuras aparecían en la tela y la repetición la hacía más hábil, con deseos de retarse a sí misma en un campo placentero. Se trataba de una mortaja, en efecto, pero Laertes no estaba muerto, así que Penélope no tenía la obligación moral de observar un diseño plano y sobrio.

Por supuesto que conocería la fatídica historia de Aracné y no tendría la intención de cometer el mismo error. La muchacha se había equivocado, no al creer que era mejor que Atenea, sino al presumir y aferrarse a su palabra frente a la diosa. Entonces, Penélope pensaría: “Es posible que hayas dicho la verdad sobre los dioses, pero tu arrogancia lo convirtió todo en un motivo para ser castigada. Donde el tejido habla, las palabras sobran.”

El silencio de la reina itacense —interpretado como símbolo de sometimiento— entonces pudo haber sido una muestra de concentración en asuntos filosóficos. Cada idea, cada recuerdo, cada historia, cada mito que atravesara su mente podría verterse en la estrecha trama, igual que un diario. La ventaja sería que, como habría de deshacer el producto, ahora podría ser honesta: Teje sobre lo que sería vivir como pastora en una isla solitaria, sobre lo que hubiera pasado si jamás se hubiera casado, lo que se sentiría ver el mundo con los ojos de un águila.

Además, en su encierro y rodeada de sirvientes, tal vez se habría enterado de cosas que jamás hubiera escuchado al lado de Odiseo, cosas que valdría la pena plasmar en el lienzo: Un día teje sobre una familia atacada por soldados; al otro, sobre un grupo de hombres que violan a una adolescente; al siguiente, sobre un viejo mendigo apedreado por niños en la plaza; al que sigue, sobre una mujer condenada a tejer con una sola madeja escarlata por siempre... Por la noche, cuando jalase el hilo y las escenas despareciesen, imaginaría que es real y sentiría que ella es la responsable. ¡Ah! Pero, a veces, también se tropezaría con la urdimbre y desharía centímetros enteros porque detesta equivocarse.

            Acaso ser Penélope no es ser como todos piensan. Sufrir de un síndrome penelopino, hoy en día, podría significar lo contrario a la espera pasiva o al esfuerzo sin propósito; una compulsión por el trabajo llano, simétrico y detallado, por ejemplo: “Ya no sé qué escribir y necesito descansar mi cerebro... ¿Dónde dejé mi tejido? ¡Ah, ahí’stá! ¿Pero qué…? ¡Ay, no! ¡Ara, tu pinche gato volvió a jugar con mis cosas! ¡Un día de estos lo voy a enrollar y atorar en la persiana, te lo juro! *…Riiiiing…* ¿Qué quién me habla? ¿Ulises? ¡Ah! Dile que yo le llamo en un rato. Este estambre de porquería ya se me enredó otra vez.”

martes, 6 de mayo de 2014

OTROS AUTORES SOBRE EL ENSAYO: Federico Patán

Para mi archivo personal sobre el ensayo, ahora traigo  un texto del buen Federico Patán, académico, traductor y profesor incansable. Me gusta mucho por su didactismo, su honestidad y su tono amistoso. Aquí dejo fragmentos que me parecen especialmente significativos, pero  en esta ocasión sí tengo un enlace al texto completo [¡Hurra!], en caso de que alguien quiera echarle un ojito.
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PATÁN, Federico, “El ensayo y sus alrededores” en Anuario de Letras Modernas, vol. 10, 2000, Colegio de Letras, FFyL-UNAM. pp. 155-166. Versión en línea disponible en: 

-Sin duda dar un punto de vista personal acerca de algo es, por naturaleza, un enfoque parcial y, en razón de tal parcialidad, un acercamiento honesto. (p. 157)

-[…] al parecer no hay límites a las posibilidades de un ensayo, excepto aquellas que pertenecen a quien lo haya escrito. Allí está la belleza real del género: no conoce más límite que la inteligencia del autor. (p. 157)

-El ensayo literario, tengo para mí, ofrece un diálogo, una explicación meramente posible acerca de un tema, incluso simplemente las dudas que nos estropean la tranquilidad mental. Un ensayo pudiera ser el esfuerzo que hacemos para entender las cosas. (p. 157)

-[…] no escribimos ensayos para ofrecer datos sólidos acerca de un tema, sino para meditar en torno a él, para darle penetración a nuestras dudas, para proponer una explicación aceptable respecto a algo, para abrirnos al diálogo con otros. (p. 159)

-[citando a Aullen] “escribe ensayísticamente quien compone experimentando, quien de este modo da vueltas de aquí para allá, cuestiona, manosea, prueba, reflexiona…” (p. 160)

-[…] ¿cuáles temas son los adecuados para un ensayo? Todo lo existente bajo el sol, desde la flor más humilde hasta la idea más abstracta. Porque si el ensayo es un modo de observar el mundo, todo lo de ese mundo le pertenece. (p. 160-161)


-Me arriesgo a la cursilería: un ensayo escrito desde el fondo del corazón y con el auxilio del cerebro es uno de los mejores modos de expresar: así es como entiendo el mundo o algunos de sus aspectos. (p. 165)


domingo, 20 de abril de 2014

Niños, adultos y literatura: Sobre el peligro de las buenas intenciones

Les paso el jugoso chisme de que ¡la Revista Síncope ha sacao un número exclusivo sobre LIJ! Amablemente, me pidieron escribir un ensayo para la ocasión y aquí está. ¡Ojalá lo disfruten y no olviden echarle un lente a todos los demás textos!

Les dejo aquí un fragmento para invitarlos a seguir leyendo en la página de la revista:


“Los chicos, aun los más pequeñitos, son seres pensantes.
Casi podríamos decir que son seres humanos.”
Les Luthiers

No obstante las apariencias, empezar a hablar de literatura infantil y juvenil es harto complicado.

En principio, porque para unos es como hablar del “Desierto de los Leones”, que ni es desierto y ni tiene leones: no es verdadera Literatura (¡cómo va a ser, por Dios!) y no es realmente infantil ni juvenil ya que no la escriben niños ni adolescentes, si así fuera sería todavía más polémica la cuestión. Así que no vale la pena dedicarle mucha atención.

Pero para otros, es de suma importancia porque se trata de un medio para enseñar habilidades y actitudes. Tal vez a los amables lectores les suene conocido: “Los adultos somos muy adultos, sabemos cómo es el mundo, nos tomamos las cosas en serio y así como debemos enseñarles a los pequeñines la magia de leer, tenemos que ofrecerles buenos ejemplos de comportamiento y valores. La inocencia de los niños es natural y sagrada, son como angelitos, de manera que hay que protegerlos a cualquier costo. Los libros ideales para ellos son los que deben enseñarles a ser buenos, educados, tolerantes, cuidar a las plantitas, no desperdiciar el agua y amarse a sí mismos y a los demás porque todos son especiales. Para que lo aprendan bien, es necesario que sus libros usen un lenguaje sencillo, frases cortas, sin alteraciones sintácticas, sin giros narrativos muy fuertes y con finales esperanzadores. Cualquier otra forma confundiría a los pobres jovencitos y eso es lo que menos queremos porque estamos aquí para guiarlos por el buen camino…”


Ahora, si alguno de estos fuera nuestro punto de partida, lo cierto es que no llegaremos muy lejos. El primero es desdeñoso. El segundo es peligroso. ¿Cuántos de ustedes no empezaron a alzar la ceja con suspicacia, fruncir el ceño, torcer la boca o lanzar trompetillas salivosas? Me aventuraría a pensar que lo hicieron, no tanto por ser adultos alérgicos al paternalismo, sino porque recordaron cómo eran ustedes mismos de niños (quizá menos “angelitos inocentes” y más “pinches chamacos”). En aquellos días, tal vez mandaron al demonio varios de esos librajos en donde se les trataba como estúpidos o se les mentía con descaro y tal vez conservaron en su memoria aquellos textos que, de una u otra manera, los ponían a prueba.

martes, 15 de abril de 2014

Carta de Vincent Van Gogh a su hermano menor Theo

No muchos saben sobre la vida y obra de Vincent Van Gogh (fuera de la oreja mochada y los girasoles). Justamente, fue hacer un simple dibujo de girasoles frente a un cielo azul con crayones lo que me llevó a sentir curiosidad por su historia. Después, tuve la suerte (¿suerte?) de encontrar un libro muy particular en mi biblioteca. Entre los amplios estudios, análisis y reproducciones, encontré cartas entre Vincent y su hermano menor, Theo, quien estuviera a su lado y apoyándolo hasta su muerte. Una en especial me conmovió hasta las lágrimas. Tal fue la impresión, que tuve la necesidad de traducirla y ponerla aquí.

El texto original en inglés y las imágenes los tomé del libro:
STEIN, Alyson (Ed.), Van Gogh: a retrospective, New York: Park Lane, 1986.



NOTA: Hice la reproducción y traducción con fines puramente didácticos y artísticos.
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Sobre el Asilo [Saint Paul-de-Mausole] en Saint-Rémy (1889) (pp. 153-155)

Finales de mayo, 1889

Tengo un cuartito cubierto de papel gris verdoso, con dos cortinas de verdemarino con un diseño de rosas muy pálidas e iluminadas por ligeros toques de un rojo sanguino.

Estas cortinas ―probables reliquias de un occiso rico y arruinado― tienen un diseño muy bonito. Un sillón muy viejo (tal vez viene de la misma fuente) está forrado con tapiz salpicado ―como un Diaz o un Monticelli―, con café, rojo, rosa, blanco, crema, negro, azul nomeolvides y verde botella. A través de la ventana enrejada, alcanzo a ver un campo de trigo cercado y cuadrado (una perspectiva muy Van Goyen) sobre el cual veo el sol matutin elevarse en toda su gloria. Además de éste ―ya que hay más de treinta cuartos vacíos―, tengo otro para trabajar.

Wheat field with rising sun. 1889.
Black chalk and reed pen. 18 1/2 X 24 3/8" (47 x 62 cm).
Staatliche Graphische Sammlungen, Munich.


La comida está... más o menos. Naturalmente, sabe algo mohosa, como en un restaurante infestado de cucarachas en París o en una pensión. Ya que estas pobres almas no tienen absolutamente nada (ni un libro, nada que los distraiga fuera de un juego de bolos y otro de damas), no tienen otra distracción diaria que rellenarse con garbanzos, frijoles, lentejas y demás provisiones y mercancías de las colonias en cantidades fijas, a horas regulares.

Como la digestión de tantas comodidades ofrece ciertas dificultades, llenan sus días de una manera tan inofensiva como barata.

Fuera de bromas, el miedo a la locura me abandona mientras veo de cerca a quienes son afectados de una manera que bien podría afectarme a mí mismo en el futuro.

Antes sentía aversión por estas criaturas y era un pensamiento horroroso para mí ser reflejo de tantos de nuestra profesión: Troyon, Marchal, Méryon, Jundt, M. Maris, Monticelli y tantos otros que terminaron así. Ni siquiera pude obligarme a imaginarlos en tal condición. Bueno, ahora pienso en todo esto sin miedo; es decir, ya no pienso que sea algo más aterrador que si les hubiera pegado otra cosa, tisis o sífilis por ejemplo. Veo a estos artistas recuperar su serenidad, ¿es poca cosa ―te pregunto― que me reúna de nuevo con los maestros de nuestra profesión? Eso, más allá de cualquier chiste, es algo de lo que estoy profundamente agradecido.

Fountain in the garden of the Asylum. 1889.
Black chalk, pen, reed pen, and brown ink. 19 5/8 X 18 1/8" (49.5 x 46 cm).
Rijksmuseum Vincent van Gogh, Amsterdam.


Pues aunque algunos aúllan y desvarían continuamente, aquí hay mucha amistad verdadera. Dicen que debemos aguantar a otros para que los otros nos aguanten a nosotros, y demás argumentos sólidos que realmente llevan a la práctica. Nos entendemos muy bien. Por ejemplo, a veces puedo platicar con uno que puede responderme con sonidos incoherentes porque no me tiene miedo.

Si alguien tiene un ataque, los otros lo cuidan e interfieren para que no se haga daño a sí mismo.

De igual manera sucede con aquellos cuya locura escala hasta la furia. Los antiguos inquilinos de la casa vienen corriendo para separar a los combatientes (si se desarrolla tal combate)…

Es cierto que hay algunos de condiciones más serias, que son sucios o peligrosos. Estos están en otra ala.

Tomo un baño dos veces a la semana y ahí me quedo por dos horas. Mi estómago está infinitamente mejor que hace un año, así que ―hasta donde sé― sólo debo seguir adelante. Además, pasaré menos tiempo aquí, creo, considerando que otra vez tengo trabajo pendiente, pues el panorama pinta hermoso.

La habitación donde nos quedamos en días húmedos o lluviosos es como una sala de espera de tercera clase en un pueblucho estancado, tanto más cuando rondan lunáticos distinguidos que siempre usan sombrero, espejuelos, un bastón y una capa de viaje (casi como en un lugar de riego y donde ellos representan a los pasajeros).

De nuevo ―hablando de mi condición―, estoy agradecido por otra cosa. Imagino que durante los ataque de otros, también escucharon sonidos y voces extrañas como yo y también las cosas parecieron cambiar ante sus ojos. Eso disminuye el horror que sentí al principio del ataque que sufrí (y que, cuando te toma desprevenido, sólo puede aterrarte hasta el límite). [Pero] una vez que sabes que es parte de una enfermedad, lo tomas como cualquier cosa. Si no hubiera visto a otros lunáticos de cerca, no hubiera sido capaz de dejar de pensar en ello. Pues la angustia y el sufrimiento no son ninguna broma cuando eres presa de un ataque. La mayoría de los epilépticos se muerden la lengua y se hacen daño. [El doctor Félix] Rey me dijo que había visto un caso en que alguien se había mutilado su propia oreja, al igual que yo, y creo haber escuchado a un doctor de aquí decir  ― cuando me vino a ver con el director― que él también había visto algo así antes. Realmente creo que cuando sabes qué es, una vez que eres consciente de tu condición y de ser sujeto de ataques, entonces puedes hacer algo para evitar ser sorprendido por el sufrimiento o el terror. Ahora que ha disminuido, en estos cinco meses, tengo grandes esperanzas de superarlo, o al menos, de no tener ataques tan violentos. Hay alguien aquí dentro que ha estado gritando y hablando como yo todo el tiempo por la noche; cree escuchar voces y palabras en los ecos del pasillo, probablemente porque los nervios del oído están enfermos y muy sensibles;  en mi caso, fue [me torturó] tanto mi vista como mi oído, lo cual ― según lo que me dijo Rey un día― es muy común al principio de la epilepsia. Entonces, el impacto fue tal que me enfermó hasta no poder moverme, y nada me hubiera gustado más que no despertar nunca jamás. Ahora, este horror a la vida es menos fuerte y la melancolía, menos aguda….

Self-portrait with bandaged ear. 1889.
 Canvas. 23 5/8 X 19 1/4" (60 x 49 cm).
Courtauld Institute Galleries, London. 


Principios de septiembre, 1889


El tratamiento a los pacientes en este hospital es muy sencillo ―uno podría seguirlo incluso mientras viaja― pues no hacen absolutamente nada; los dejan vegetar en quietud total y los alimentan con comida vieja y ligeramente echada a perder…

sábado, 8 de febrero de 2014

Crónica de una melómana desprevenida

El miércoles pasado (5 de febrero), sin apenas dormir, sólo con un minipedazo de granola en la panza y directo del trabajo, fui a la presentación del libro Los sonidos de la lírica medieval hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras. El aviso ya tenía unas semanas y no ir quedaba fuera de discusión. 



En términos generales, podría decir que fue una ocasión amena, divertida, ilustrativa y muy conmovedora. Entre chistes, datos curiosos y congratulaciones bien merecidas, Carmen Elena Armijo, Manuel Mejía Armijo, Cristina Azuela (los editores), Francisco José Viesca Treviño (Director de la Escuela Nacional de Música) y Javier Cuétara Priede (Coordinador del Colegio de Letras Hispánicas) convirtieron a los presentes en un grupo de viejos amigos. El libro y el disco (aunque éste apareció primero) son el remate de varios años de trabajo interdisciplinario e internacional, cuyo objetivo es transmitir y enseñar la literatura como se hacía antaño: por medio de la música y el canto. Tiempos en que la literatura llegaba directo al oído y apenas pasaba por los ojos (para la gran mayoría de la gente). Entonces, lo vi como un hermoso ejemplo de cuando el rigor académico y la pasión se unen para obtener resultados espléndidos. 
Después de la presentación, vino un concierto. 

El grupo Segrel, fundado por Carmen Elena y ahora dirigido por Manuel, se ha dedicado a estudiar, reconstruir e interpretar música antigua. Nos platicaron y nos dieron a conocer sus instrumentos. También nos explicaron en qué contexto se tocaba tal o cual pieza y qué significaba su respectivo discurso.

La accesibilidad y el buen humor de los integrantes sólo fue el comienzo de una serie de momentos muy íntimos entre el público y la "poesíca". Segrel nos ofreció alrededor de seis piezas pertenecientes al disco “Los sonidos de la lírica medieval hispánica”, que abarca la lírica latina del siglo XI, jarchas mozárabes del siglo X al XII, lírica galaico-portuguesa del siglo XIII, lírica catalana y lírica juglaresca castellana del siglo XIV, Lírica judeo-española tradicional y lírica popular de tradición medieval en los cancioneros polifónicos del siglo XV al XVI.





Tal vez haya sido el hecho de que las piezas se presentaban en orden cronólógico y la cercanía estética y temporal produjeron un mayor impacto; tal vez cada poema se apiló sobre el anterior hasta crear un efecto sobrecogedor… lo cierto es que al llegar a “Varones buenos e onrados” (cantar de ciegos, en el Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita) y dos de los segreles empezaron a pasearse entre el público, cantando y “pidiendo limosna”, algo empezó a agitarse dentro de mí. Algo parecido a la angustia y la emoción empezó a perforar desde mis oídos y hasta mi pecho. Me asustó un poco no entender lo que estaba sintiendo ni por qué. 

Parecía haber llegado el final. Después de los aplausos, Manuel dijo entre risas: “Les preparamos un encore… aunque no lo hayan pedido.” Todos compartimos las carcajadas, los aplausos y coreamos de inmediato: “¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!”. (No había sido a propósito… Es que no habíamos tenido tiempo para salir del trance).

Hago memoria, lo intento con todas mis fuerzas, pero no recuerdo el nombre de la última pieza… Lo que sí recuerdo con diáfana claridad es lo que sentí; la música me tomó por sorpresa cuando ya me encontraba en el punto de quiebre. Ya no estaba escuchando únicamente sonidos de la España medieval, también oía sonidos mexicanos vivos y fiesteros. No hubo razón o control que valiera, las lágrimas se deslizaron a raudales por mis mejillas. Sin embargo, no fueron las palabras, de eso estoy segura. Por encima de los instrumentos se alzaron dos voces: una femenina y una masculina, las cuales entablaron un diálogo alegre y juguetón. 

Fue como si la voz del hombre me hubiera hecho subir a empellones hasta lo alto de un risco y la voz de la mujer me hubiera arrojado en un salto triple sobre el borde y me hubiera acompañado hacia el vacío. Para colmo, lo volvieron a hacer en tres ocasiones al menos. La primera no amortiguó en absoluto las sensaciones posteriores. Ya no había angustia; era una violenta mezcla de alegría, conmoción, asombro, nostalgia y ese particular sentimiento de pertenecer a algo o a alguien. 

 Pocas veces la música me ha sacudido a tal grado. La mayoría del tiempo me restrinjo a experiencias seguras; sonidos sencillos o sonidos complejos que he logrado domesticar a fuerza de costumbre y ejercicio de intelección. Lo admito: así es más fácil, más cómodo.

¡Ay! Si no me entregué por completo a un ruidoso llanto es porque logré conservar un mínimo grado de compostura (¡Sabe Dios cómo!), pero mis ojos ya estaban enrojecidos y mi nariz moqueaba de manera un tanto lastimosa. Odio llorar en público, ante conocidos y desconocidos por igual. 

Ahora sí, todo había terminado.

Los detalles de la salida y las despedidas son irrelevantes. Lo que permanece (en una poética paradoja) es la música. Aún perdura el efecto, incluso en este instante, de sentir que me elevo y caigo sin control, pero con la certeza de que no me estrellaré ni me partiré en mil pedazos contra el suelo.

viernes, 7 de febrero de 2014

OTROS AUTORES SOBRE EL ENSAYO: Virginia Woolf

En esta ocasión, tampoco se trata de textos que hablen específicamente sobre el ensayo, pero son nociones, afirmaciones e imágenes maravillosas sobre la literatura y el oficio del escritor que no pueden faltar en mi archivo personal. Si bien Woolf es más conocida por sus novelas, sus ensayos son de una calidad y una sensibilidad extraordinarias; el elemento narrativo siempre está presente, así como el cuestionamiento y las propuestas éticas.

Dejo también la ficha bibliográfica por si alguien gusta buscar el libro:
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Woolf, Virginia, La torre inclinada y otros ensayos, 2ª ed., Andrés Bosch (trad.), Barcelona: Lumen, 1980. (Palabra en el tiempo, 129).

-Y si hablo en primera persona, con intolerable egotismo, os pido excusas por ello. Lo hago porque no quiero atribuir al mundo entero las opiniones de un individuo solitario, mal informado y desorientado. (“El señor Bennet y la señora Brown”, p. 22)
-El escritor debe establecer contacto con el lector por el medio de ponerle delante algo que el lector reconozca, con lo que estimula su imaginación, y les predispone a colaborar en el empeño, mucho más difícil, de llegar a la intimidad. Y es de suma importancia que se llegue a este territorio común fácilmente, casi instintivamente, en la oscuridad y con los ojos cerrados. (“El señor Bennet y la señora Brown”, p. 38)
-Sí, por cuanto la prosa es tan humilde que puede ir a todas partes. No hay lugar por sórdido que sea, por bajo, por mezquino, en el que no pueda entrar. También es infinitamente paciente, humildemente adquisitiva. Puede lamer con su larga y glotona lengua los más minúsculos fragmentos de hechos, y unirlos formando los más sutiles laberintos, y escuchar en silencio junto a puertas tras las que sólo se oye un murmullo, un cuchicheo. (“El estrecho puente del arte”, p. 196)
-El escritor de la torre inclinada ha tenido, por lo menos, la valentía de arrojar por la ventana la cajita de juguetes. Ha tenido la valentía de decir la verdad, la desagradable verdad, acerca de sí mismo. Este es el primer paso en el camino de decir la verdad sobre los demás. (“La torre inclinada”, p. 222)
-Escribamos a diario, escribamos libremente, pero comparemos siempre lo que hemos escrito con lo que los grandes escritores escribieron. Es humillante, pero es esencial. Si pretendemos conservar y crear, sólo de esta manera lo conseguiremos. […]

Pasemos ya. La literatura no es propiedad privada, la literatura es territorio público. No está dividida en naciones, y en literatura no hay guerras. Pasemos libremente y sin miedo, y descubramos por nosotros mismos el camino. (“La torre inclinada”, p. 228).