jueves, 9 de febrero de 2012

Malos recuerdos (yorror y horreal)


Quiero comenzar siendo completamente honesta. Me costó muchísimo trabajo leer, en su momento, El Astillero, no por cuestiones de tiempo o de inteligibilidad, sino por cuestiones personales. Mientras más avanzaba, menos importaba el contexto, el ambiente, la historia y más grande y horrible se volvía la figura de Larsen. 



Verán, desde que era pequeña   y como todos los niños, tenía miedo a muchas cosas   de repente me atacan visiones de ciertos lugares, lugares que me aterran. 

Uno de ellos, el principal, es una habitación grande dentro de un departamento, de concreto, gris, frío y sin ningún mueble (excepto, quizás, un colchón tirado en el suelo), con un ventanal que da a la ciudad. Éste es enmarcado por unas cortinas delgadas y claras, casi transparentes que están abiertas para dejar ver el panorama. Afuera, llueve y todo se ve gris, oscuro. No es ni de día, ni de noche, sólo una luz mortecina que vuelve más oscuros los edificios, los cuales no son ni grandes ni modernos, sólo bloques de piedra con alambres. Nada más; sin monstruos, fantasmas, hombres malos, nada... sólo esa horrible habitación. Entonces, ¿por qué le tengo tanto miedo? 



A lo largo de mi primera década de vida, vi cómo mi (media) hermana mayor crecía. 

Yo creía que mi hermanita menor y mi padre no éramos su “verdadera” familia: la sentía distante; siempre peleaba con mi madre: la sentía enojada todo el tiempo; vivía en mi casa y en la de mi abuela: la sentía dispersa; siempre estaba enferma de algo: la sentía triste; casi siempre se hacía todo ella misma: yo la sentía sola. 

¿Por qué le tengo tanto miedo a ese lugar? Porque así era el cuarto donde dormíamos las tres, donde yo sentí todas esas cosas en mi hermana. Con el tiempo, fui asociando el proceso de crecimiento con esas emociones, con la historia de mi hermana y pensé que así debía ser, que yo debía pasar por esa etapa. 

Por eso me aterraba crecer. 

Cuando nos mudamos de casa, las circunstancias también cambiaron y a partir de ahí, la cosa fue un poco mejor. Al menos, hasta hace unos años durante mi adolescencia, cuando tuve una “recaída”. Para no hacer el cuento largo, mientras estaba en el Centro, después de una abundante comida vespertina y caminando por las calles, tuve un repentino ataque de pánico. Pero no sólo era eso, era una combinación de miedo y un vacío absoluto y asfixiante, todo en un solo y pesado paquete que abatió sin decir “agua va”. Como si estuviera en el interior de un reloj de arena, con todo arriba y nada debajo, en una especie de eterna caída. No sé si fue la oscuridad del ocaso entre los callejones, la música sonando en mi discman, las luces, la gente o si fue todo junto... Lo que sé es que nunca olvidaré esa sensación disparada de golpe.


Todo esto viene a cuento porque, mientras más veía qué y cómo era Larsen, más recordaba ese momento, más recordaba a mi hermana mientras crecía. Tal vez ahora ella es feliz y nos llevamos bien, pero no puedo olvidar. No toleraba leer más de dos o cuatro capítulos por día porque significaba ver a los ojos a ese personaje que encarna todo lo que más me aterra en el mundo real: ese hastío, esa angustia, esa desesperanza, esa indiferencia, esa soledad, esa no-pertenencia, ese no significar nada para nadie.

No veía a Larsen como Onetti lo describe, sino como un pozo sin fondo donde aparecía esa maldito cuarto y un reloj de arena; donde aparecía, sólo por una milésima de segundo, ese posible yo futuro que sin propósito y sin las agallas para terminarlo todo   se encontraría atrapado en un rinconcito de locura. 

Lo más curioso de todo es que, el horrible sabor de mi memoria y El astillero, me lo quitó después de varias releídas otro muy diferente: La domadora de miedos, una novela para niños.



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