Durante muchos años de mi vida, le tuve miedo al Centro de la Ciudad de México. Tal vez fuera porque casi siempre iba cuando estaba oscuro o porque pasaba justamente por algunos de los callejones que despiertan horrores en las cabecitas de los niños más sensibles. ¡Bueno! Quién quita que también pudiera ser porque a veces iba con familiares de naturaleza venenosa y desagradable, de manera que sólo me quedaba hacer la asociación. La verdad es que no lo sé. Como quiera que fuese, ese bendito lugar siempre me provocaba escalofríos en la espalda y revolturas de panza.
Hace unos años, fui de nuevo, pero con mis hermanas y por el puro de gusto de movernos a nuestro ritmo (si hay una ventaja en ser adulta, es que una puede ir de aquí para allá, fijarse en lo que se le dé la gana y tener la opción de largarse si se aburre ¡qué sabrosura caer en la cuenta!).
Camina que camina, noté una extraña ausencia. Las guácalas eran mínimas, casi imperceptibles. Encontramos muchas cosas interesantes y le agarré el gusto a vagabundear por lugares con tanta historia; además, la cámara resultó ser un útil filtro, detrás del cual pude observar y conciliar desacuerdos entre memoria y vista.
Llegamos a la Catedral. Mi hermana mayor había trabajado ahí en una de sus etapas de restauración y nos contó muchas historias acerca de las presencias fantasmagóricas que pululan en su interior (historias que jamás he podido ni podré soportar. Ni modo... soy demasiado cobarde para esas cuestiones).
No soy creyente, pero he aprendido a degustar los productos estéticos de diferentes religiones. Así, quise hacer de la luz, la protagonista de las subsecuentes fotografías; al enfocar pequeños detalles y la manera en que éstos armonizaban, también pude desaparecer una gran parte del miedo que me despertaban las iglesias.
Sigo sin creer (simplemente no es mi tacita de té) y aún siento algunos escalofríos cuando me agarra la noche en el Centro, pero estas imágenes me recuerdan que, alguna vez, fui capaz de manipular a voluntad lo que tenía ante mis ojos y convertirlo en un motivo de paz.
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jueves, 29 de marzo de 2012
jueves, 9 de febrero de 2012
Malos recuerdos (yorror y horreal)
Quiero comenzar siendo completamente honesta. Me costó muchísimo trabajo leer, en su momento, El Astillero, no por cuestiones de
tiempo o de inteligibilidad, sino por cuestiones personales. Mientras más avanzaba, menos
importaba el contexto, el ambiente, la historia y más grande y horrible se
volvía la figura de Larsen.
Verán, desde que era pequeña
— y como todos los
niños, tenía miedo a muchas cosas
— de repente me atacan visiones de
ciertos lugares, lugares que me aterran.
Uno de ellos, el principal, es una
habitación grande dentro de un departamento, de concreto, gris, frío y sin
ningún mueble (excepto, quizás, un colchón tirado en el suelo), con un ventanal que da a la ciudad. Éste es enmarcado por unas cortinas
delgadas y claras, casi transparentes que están abiertas para dejar ver el
panorama. Afuera, llueve y todo se ve gris, oscuro. No es ni de día, ni de
noche, sólo una luz mortecina que vuelve más oscuros los edificios, los cuales
no son ni grandes ni modernos, sólo bloques de piedra con alambres. Nada
más; sin monstruos, fantasmas, hombres malos, nada... sólo esa horrible
habitación. Entonces, ¿por qué le tengo tanto miedo?
A lo largo de mi primera década de vida, vi cómo mi (media) hermana mayor crecía.
Yo creía que mi hermanita menor y
mi padre no éramos su “verdadera” familia: la sentía distante; siempre
peleaba con mi madre: la sentía enojada todo el tiempo; vivía en mi casa y en
la de mi abuela: la sentía dispersa; siempre estaba enferma de algo: la
sentía triste; casi siempre se hacía todo ella misma: yo la sentía sola.
¿Por
qué le tengo tanto miedo a ese lugar? Porque así era el cuarto donde dormíamos
las tres, donde yo sentí todas esas cosas en mi hermana. Con el tiempo, fui
asociando el proceso de crecimiento con esas emociones, con la historia de mi
hermana y pensé que así debía ser, que yo debía pasar por esa etapa.
Por eso me
aterraba crecer.
Cuando nos mudamos de casa, las circunstancias también cambiaron y a
partir de ahí, la cosa fue un poco mejor. Al menos, hasta hace unos años durante mi adolescencia, cuando tuve una “recaída”. Para no hacer el cuento largo, mientras estaba en el
Centro, después de una abundante comida vespertina y caminando por las calles, tuve un repentino ataque de pánico. Pero no sólo era eso, era una
combinación de miedo y un vacío absoluto y asfixiante, todo en un solo y pesado paquete que abatió sin decir “agua va”. Como si
estuviera en el interior de un reloj de arena, con todo arriba y nada debajo, en
una especie de eterna caída. No sé si fue la oscuridad del ocaso entre los
callejones, la música sonando en mi discman, las luces, la gente o si fue
todo junto... Lo que sé es que nunca olvidaré esa sensación disparada de golpe.
Todo esto viene a cuento porque,
mientras más veía qué y cómo era Larsen, más recordaba ese momento, más
recordaba a mi hermana mientras crecía. Tal vez ahora ella es feliz y nos llevamos bien, pero no puedo olvidar. No toleraba leer más de dos o cuatro
capítulos por día porque significaba ver a los ojos a ese personaje que encarna
todo lo que más me aterra en el mundo real: ese hastío, esa angustia, esa
desesperanza, esa indiferencia, esa soledad, esa no-pertenencia, ese no significar nada para nadie.
No veía a Larsen como Onetti lo
describe, sino como un pozo sin fondo donde aparecía esa maldito cuarto y un reloj de arena; donde aparecía, sólo por una milésima de segundo, ese posible yo futuro que —sin propósito y
sin las agallas para terminarlo todo
— se encontraría atrapado en un rinconcito de
locura.
Lo más curioso de todo es que, el horrible sabor de mi memoria y El astillero, me lo quitó —después de varias releídas— otro muy diferente: La domadora de miedos, una novela para niños.
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