sábado, 8 de febrero de 2014

Crónica de una melómana desprevenida

El miércoles pasado (5 de febrero), sin apenas dormir, sólo con un minipedazo de granola en la panza y directo del trabajo, fui a la presentación del libro Los sonidos de la lírica medieval hispánica en la Facultad de Filosofía y Letras. El aviso ya tenía unas semanas y no ir quedaba fuera de discusión. 



En términos generales, podría decir que fue una ocasión amena, divertida, ilustrativa y muy conmovedora. Entre chistes, datos curiosos y congratulaciones bien merecidas, Carmen Elena Armijo, Manuel Mejía Armijo, Cristina Azuela (los editores), Francisco José Viesca Treviño (Director de la Escuela Nacional de Música) y Javier Cuétara Priede (Coordinador del Colegio de Letras Hispánicas) convirtieron a los presentes en un grupo de viejos amigos. El libro y el disco (aunque éste apareció primero) son el remate de varios años de trabajo interdisciplinario e internacional, cuyo objetivo es transmitir y enseñar la literatura como se hacía antaño: por medio de la música y el canto. Tiempos en que la literatura llegaba directo al oído y apenas pasaba por los ojos (para la gran mayoría de la gente). Entonces, lo vi como un hermoso ejemplo de cuando el rigor académico y la pasión se unen para obtener resultados espléndidos. 
Después de la presentación, vino un concierto. 

El grupo Segrel, fundado por Carmen Elena y ahora dirigido por Manuel, se ha dedicado a estudiar, reconstruir e interpretar música antigua. Nos platicaron y nos dieron a conocer sus instrumentos. También nos explicaron en qué contexto se tocaba tal o cual pieza y qué significaba su respectivo discurso.

La accesibilidad y el buen humor de los integrantes sólo fue el comienzo de una serie de momentos muy íntimos entre el público y la "poesíca". Segrel nos ofreció alrededor de seis piezas pertenecientes al disco “Los sonidos de la lírica medieval hispánica”, que abarca la lírica latina del siglo XI, jarchas mozárabes del siglo X al XII, lírica galaico-portuguesa del siglo XIII, lírica catalana y lírica juglaresca castellana del siglo XIV, Lírica judeo-española tradicional y lírica popular de tradición medieval en los cancioneros polifónicos del siglo XV al XVI.





Tal vez haya sido el hecho de que las piezas se presentaban en orden cronólógico y la cercanía estética y temporal produjeron un mayor impacto; tal vez cada poema se apiló sobre el anterior hasta crear un efecto sobrecogedor… lo cierto es que al llegar a “Varones buenos e onrados” (cantar de ciegos, en el Libro de buen amor de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita) y dos de los segreles empezaron a pasearse entre el público, cantando y “pidiendo limosna”, algo empezó a agitarse dentro de mí. Algo parecido a la angustia y la emoción empezó a perforar desde mis oídos y hasta mi pecho. Me asustó un poco no entender lo que estaba sintiendo ni por qué. 

Parecía haber llegado el final. Después de los aplausos, Manuel dijo entre risas: “Les preparamos un encore… aunque no lo hayan pedido.” Todos compartimos las carcajadas, los aplausos y coreamos de inmediato: “¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!”. (No había sido a propósito… Es que no habíamos tenido tiempo para salir del trance).

Hago memoria, lo intento con todas mis fuerzas, pero no recuerdo el nombre de la última pieza… Lo que sí recuerdo con diáfana claridad es lo que sentí; la música me tomó por sorpresa cuando ya me encontraba en el punto de quiebre. Ya no estaba escuchando únicamente sonidos de la España medieval, también oía sonidos mexicanos vivos y fiesteros. No hubo razón o control que valiera, las lágrimas se deslizaron a raudales por mis mejillas. Sin embargo, no fueron las palabras, de eso estoy segura. Por encima de los instrumentos se alzaron dos voces: una femenina y una masculina, las cuales entablaron un diálogo alegre y juguetón. 

Fue como si la voz del hombre me hubiera hecho subir a empellones hasta lo alto de un risco y la voz de la mujer me hubiera arrojado en un salto triple sobre el borde y me hubiera acompañado hacia el vacío. Para colmo, lo volvieron a hacer en tres ocasiones al menos. La primera no amortiguó en absoluto las sensaciones posteriores. Ya no había angustia; era una violenta mezcla de alegría, conmoción, asombro, nostalgia y ese particular sentimiento de pertenecer a algo o a alguien. 

 Pocas veces la música me ha sacudido a tal grado. La mayoría del tiempo me restrinjo a experiencias seguras; sonidos sencillos o sonidos complejos que he logrado domesticar a fuerza de costumbre y ejercicio de intelección. Lo admito: así es más fácil, más cómodo.

¡Ay! Si no me entregué por completo a un ruidoso llanto es porque logré conservar un mínimo grado de compostura (¡Sabe Dios cómo!), pero mis ojos ya estaban enrojecidos y mi nariz moqueaba de manera un tanto lastimosa. Odio llorar en público, ante conocidos y desconocidos por igual. 

Ahora sí, todo había terminado.

Los detalles de la salida y las despedidas son irrelevantes. Lo que permanece (en una poética paradoja) es la música. Aún perdura el efecto, incluso en este instante, de sentir que me elevo y caigo sin control, pero con la certeza de que no me estrellaré ni me partiré en mil pedazos contra el suelo.

2 comentarios:

  1. A mi me hizo llorar tu crónica, y como conozco el disco y el libro fue un poco como estar ahí ¡gracias!

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    1. ¡Hermanas de lágrimas! Muchas gracias a ti por la confirmación de esta perspectiva.

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