lunes, 4 de junio de 2012

Descubriendo el yo en el otro: breves apuntes


El siguiente es un ensayo que nació, hace varios años, a partir de la lectura de otros dos: El primero es "Sahagún o los límites del descubrimiento del Otro" de Luis Villoro (en Estudios de Cultura Náhuatl, Vol. 29, México: UNAM-Instituto de Investigaciones Históricas, 1999. pp. 15-26) y el segundo comprende una serie de fragmentos sobre el otro de Mijail M. Bajtín (Yo también soy, selec., trad., comentarios y prólogo de Tatiana Bubnova, México: Taurus-Alfaguara, 2000. (La huella del otro)). 
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Desde sus inicios, el ser humano ha sido un animal social. Sin embargo, ello trasciende la mera supervivencia; la identidad, la condición de ser y el propósito del hombre se define a partir de su relación con los otros.

Descartes decía: “Pienso, luego soy”. Bajtín, más tarde, cuestiona: “¿Por qué sólo por haber advertido que pienso, debo considerar que pienso la verdad? Ésta no puede caber en una sola conciencia, sino que se genera en el encuentro dialógico de varias conciencias” y establece que para que exista el yo, el otro es la primera condición, por lo que habría que cambiar el postulado ontológico a: “Pienso, yo también soy”.



¿Cómo sé que yo soy yo? No creo averiguarlo únicamente a partir del pensamiento, del carácter, del conjunto de gustos, aficiones o acciones; mucho menos de mi nombre o apariencia física. Entonces, ¿cómo sé que yo soy yo? Se me ocurre que la única manera de saberlo es compararse con otros.

Por un lado, yo soy gracias a los demás: existo porque mis padres me concibieron, soy hija porque tengo padres, soy hermana porque tengo hermanos, soy amiga porque tengo amigos, soy alumna porque tengo maestros; y por el otro, yo soy para los demás: ¿Qué quiero ser de grande? (Aunque me choca esa expresión, negándome existencia en el ahora chiquito): Bombero, policía, médico, biólogo, escritor, pintor, etc., sin importar el oficio o la profesión, es posible hacer porque los otros lo necesitan.

El paradigma de identidad propia se complementa, así, con el principio de alteridad u otredad, el cual consta de dos partes (ideales, al menos):

1) Reconocimiento de la igualdad: “Ese sujeto que tengo enfrente es igual a mí: respira, come, duerme, siente, teme y se preocupa como yo. Es una persona que vive en este mundo y también quiere sobrevivir”.

2) Reconocimiento de la otredad: “Ese sujeto que tengo enfrente es diferente a mí: tiene un origen distinto, su historia es otra, percibe el mundo de otra manera, sus sueños, aspiraciones y miedos son diferentes a los míos. Soy algo muy diferente para él”.



            La relación entre este principio con el propósito ontológico y las relaciones humanas es intrínseca.

            Tomemos como ejemplo la conquista de América; plantea una serie de cuestiones analizables en los términos mencionados. Luis Villoro lo expone con abrumadora claridad.

Al negar igualdad y otredad, se despoja a un sujeto por completo de su condición y se le reduce a un objeto; así, su dominio está asegurado. Al destruir todo vestigio del pasado de una persona, ésta se queda desnuda, vacía, sin una mirada propia, por lo que es obligada a verse como el otro la ve. Los conquistadores miraban con desprecio; por eso, después de perder la guerra ante intrigas y soldados microscópicos, muchos indígenas se vieron a sí mismos derrotados, como objetos sin valor.



            Eso, en el caso de los soldados. Con los misioneros fue otro cantar[1]. Si bien es cierto que su cometido era acabar con los dioses paganos e introducir al indio en la fe verdadera, individuos como fray Bartolomé de las Casas y fray Bernardino de Sahagún sufrieron cambios drásticos en lo que a su percepción se refiere. Ya que era imposible adentrarse en la mente indígena sin tener conocimiento acerca de su mundo, se volvió imprescindible aprender la lengua, las costumbres y la cosmovisión del otro conocerla, no asimilarla, o el convertido sería el misionero.

            Lo que de ambos humanistas encontraron excedió por mucho sus expectativas: estos “indios ignorantes”, “idólatras” poseían una visión tanto o más compleja que la española, cada aspecto de su vida era regido por una profunda devoción por su historia y sus dioses. Así dado que algo nuevo no se puede aprender si no se hace una analogía con algo ya conocido—, los frailes hicieron comparaciones con los griegos, los romanos, los moros o los germanos para tratar de entender, pero con poco éxito.

            A partir de ello, de las Casas reconoció a los indios como personas tan capaces y con tantos derechos como él, pero no les reconoció su otredad. Para él, la cosmovisión india estaba equivocada; era menester salvarlos de su error e introducirlos a su verdad, la correcta.




            Sahagún tomó un camino diferente. Les concedió a los indios igualdad, sí, pero también valoró su discurso, recopiló lo que pudo del pensamiento nahua para conservarlo. “Nada más peligroso que concederle la palabra al otro cuando se quiere dominarlo”, afirmó certeramente Villoro.




            Ahora, podría haber surgido un complicado predicamento en la mente de Sahagún: Si el objetivo de la conquista era difundir la palabra de Dios y si los indios ya habían llegado solos a un elevado nivel de organización religiosa por su cuenta, ¿qué sentido tenía la presencia de  los españoles en América?, ¿cuál sería el propósito de los misioneros?, ¿cuál sería entonces la razón de su presencia? Era demasiado. No quedaba más alternativa que hacer un desdoblamiento comparativo de manera que, como de las Casas, Sahagún fuera el que tenía razón.

            Entonces, así como la alteridad puede establecer lazos de empatía y entendimiento, su tergiversación también puede favorecer el egocentrismo y la segregación. Cuando se invade o se declara la guerra a un país (decía Chesterton que la única guerra defendible era la guerra defensiva), cuando se cosifica y se le niega subjetividad al otro (hábito particular de los psicópatas al momento de divertirse con sus víctimas), o bien, cuando se usa la diferencia para deslindarse del mundo (“esos otros nada tienen que ver conmigo, ¿a mí qué chingados me importa lo que les pase?”), algo está saliendo  extremadamente mal.

            Se dice que todos somos uno, porque los otros son la clave para que yo sea yo, de manera que si puedo entender al otro, puedo entenderme como sujeto. Brecht no se cansó del tema: Importa mucho si el otro es asesinado, violado, secuestrado, abusado o injuriado porque ese otro podría ser yo y si así fuera, rogaría porque alguien se pusiera en mi lugar, me entendiera e hiciera algo al respecto.



[1] Al menos en México. El caso de Filipinas es, me atrevo a pensar, incluso más trágico. A la Nueva España llegaron muchas de las más grandes eminencias en humanidades en consonancia con el espíritu renacentista de la época; a Filipinas llegaron muchos de los más crueles déspotas. En su “Prólogo” a Noli me tangere de José Rizal, Leopoldo Zea describe con dolor las condiciones del pueblo filipino: además de la miseria material y la imposición religiosa, en las islas se les prohibió a los indígenas hablar español, a diferencia de los americanos, so pena de castigos físicos y humillaciones. Al negarles la lengua de la nueva cultura dominante, se condenó al filipino a observar un mundo estrecho, doloroso y temible. 

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