Quiero comenzar siendo completamente honesta. Me costó muchísimo trabajo leer, en su momento, El Astillero, no por cuestiones de
tiempo o de inteligibilidad, sino por cuestiones personales. Mientras más avanzaba, menos
importaba el contexto, el ambiente, la historia y más grande y horrible se
volvía la figura de Larsen.
Verán, desde que era pequeña
— y como todos los
niños, tenía miedo a muchas cosas
— de repente me atacan visiones de
ciertos lugares, lugares que me aterran.
Uno de ellos, el principal, es una
habitación grande dentro de un departamento, de concreto, gris, frío y sin
ningún mueble (excepto, quizás, un colchón tirado en el suelo), con un ventanal que da a la ciudad. Éste es enmarcado por unas cortinas
delgadas y claras, casi transparentes que están abiertas para dejar ver el
panorama. Afuera, llueve y todo se ve gris, oscuro. No es ni de día, ni de
noche, sólo una luz mortecina que vuelve más oscuros los edificios, los cuales
no son ni grandes ni modernos, sólo bloques de piedra con alambres. Nada
más; sin monstruos, fantasmas, hombres malos, nada... sólo esa horrible
habitación. Entonces, ¿por qué le tengo tanto miedo?
A lo largo de mi primera década de vida, vi cómo mi (media) hermana mayor crecía.
Yo creía que mi hermanita menor y
mi padre no éramos su “verdadera” familia: la sentía distante; siempre
peleaba con mi madre: la sentía enojada todo el tiempo; vivía en mi casa y en
la de mi abuela: la sentía dispersa; siempre estaba enferma de algo: la
sentía triste; casi siempre se hacía todo ella misma: yo la sentía sola.
¿Por
qué le tengo tanto miedo a ese lugar? Porque así era el cuarto donde dormíamos
las tres, donde yo sentí todas esas cosas en mi hermana. Con el tiempo, fui
asociando el proceso de crecimiento con esas emociones, con la historia de mi
hermana y pensé que así debía ser, que yo debía pasar por esa etapa.
Por eso me
aterraba crecer.
Cuando nos mudamos de casa, las circunstancias también cambiaron y a
partir de ahí, la cosa fue un poco mejor. Al menos, hasta hace unos años durante mi adolescencia, cuando tuve una “recaída”. Para no hacer el cuento largo, mientras estaba en el
Centro, después de una abundante comida vespertina y caminando por las calles, tuve un repentino ataque de pánico. Pero no sólo era eso, era una
combinación de miedo y un vacío absoluto y asfixiante, todo en un solo y pesado paquete que abatió sin decir “agua va”. Como si
estuviera en el interior de un reloj de arena, con todo arriba y nada debajo, en
una especie de eterna caída. No sé si fue la oscuridad del ocaso entre los
callejones, la música sonando en mi discman, las luces, la gente o si fue
todo junto... Lo que sé es que nunca olvidaré esa sensación disparada de golpe.
Todo esto viene a cuento porque,
mientras más veía qué y cómo era Larsen, más recordaba ese momento, más
recordaba a mi hermana mientras crecía. Tal vez ahora ella es feliz y nos llevamos bien, pero no puedo olvidar. No toleraba leer más de dos o cuatro
capítulos por día porque significaba ver a los ojos a ese personaje que encarna
todo lo que más me aterra en el mundo real: ese hastío, esa angustia, esa
desesperanza, esa indiferencia, esa soledad, esa no-pertenencia, ese no significar nada para nadie.
No veía a Larsen como Onetti lo
describe, sino como un pozo sin fondo donde aparecía esa maldito cuarto y un reloj de arena; donde aparecía, sólo por una milésima de segundo, ese posible yo futuro que —sin propósito y
sin las agallas para terminarlo todo
— se encontraría atrapado en un rinconcito de
locura.
Lo más curioso de todo es que, el horrible sabor de mi memoria y El astillero, me lo quitó —después de varias releídas— otro muy diferente: La domadora de miedos, una novela para niños.
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