Banana Yoshimoto
/
Kitchen, trad. Junichi Matsuura y
Lourdes Porta,
México: Tusquets,
1991. 208 pp.
La flor de plátano inspiró a Mahoko a tomar un nombre
fresco, neutral y sonoro; de ahí que la hija de Takaashi Yoshimoto –el legendario Ryumei– se rebautizara a sí misma como
Banana. La adopción de un nombre así no es gratuita en absoluto; se relaciona
con un ancestral contemplar la naturaleza y con la vivencia de un mundo veloz y
cosmopolita. Así es el nuevo Japón, donde los extremos de la tradición y la
novedad se tocan para amalgamarse y fracturarse mutuamente.
En este escenario se desarrolla la historia de la obra
debut de Banana, un escenario en el que
Mikage pierde a su abuela, su única familia y, por azares del destino,
un compañero la invita a vivir con él y su padre travesti, lo que la embarca en
un viaje de autoconocimiento a través del dolor, y donde la cocina funge como un
dulce y acogedor refugio. Pero una historia no es suficiente; esta novela suele
ser acompañada en varias ediciones del cuento “Moonlight Shadow” –escrito para
ilustrar su tesis de licenciatura e inspirado por la canción homónima de Mike
Oldfield– cuya protagonista, Satsuki debe superar la muerte del
amor de su vida, con ayuda del joven Shu –vestido de marinerita– y la misteriosa Urara –quien aparece y desaparece en la niebla matutina con
exóticos sabores de té.
Ambas historias tienen una estructura narrativa y un
mensaje similares, donde las protagonistas superan la etapa del sufrimiento,
llegando a un estado de profunda armonía con su entorno –en este sentido, el budismo zen juega un papel crucial; no obstante, la característica
principal de este tipo de texto –la watashi shoosetsu o “novela yo”, o novelas en
primera persona– no se refiere al desenlace, sino al modo en que la
historia se desarrolla, tanto estética como filosóficamente. Un solo párrafo
del pensamiento de Mikage, por ejemplo, sintetiza muchos aspectos de una
concepción de vida sin ataduras o aprehensiones: “Quiero seguir sintiendo a
toda costa que algún día he de morir. De otro modo, no sentiría que estoy
viviendo. Por eso, mi vida es así. Suspiro con alivio al salir a la carretera
nacional después de andar por el borde de un precipicio sin oscuridad. Conozco
la belleza del claro de luna que penetra
en mi corazón, y contemplándola pienso: ‘Ya basta’”.
Los que critican la temática y estilo de Yoshimoto, la
acusan de ser “light” y “comercial”.
Pues bien, las 60 ediciones –sólo en su tierra natal– y su traducción a más de veinte idiomas alrededor del
mundo podrían confirmar esta condición de best-seller;
sin embargo, tales cifras también reflejan la profunda identificación que
siente el público con su autora, en especial los jóvenes. Es decir, Japón es
bien conocido por su superpoblación, su alto nivel de vida… y sus elevados índices
de suicidios de adolescentes. ¿Por qué? No es difícil pensar que, entre
millones de personas y fría tecnología de punta, la soledad se haga más
presente. Y es que la brecha generacional entre adultos y jóvenes llega a tener
un impacto a nivel cultural, a tal grado que abre abismos de incomprensión
entre el pueblo “del sol naciente”. Por ello, las prácticas de la
contemplación, la empatía y el simbolismo oculto en las pequeñas cosas de la
vida –el tempura, el tanuki soba, el tofu o el simple ramen
(preparados en la cocina, por supuesto) tienen una voz más fuerte de lo que
suponemos–
se convierten en objetos casi tangibles, completos en sí mismos y cuyo fin es llevar
el alma a un estado de paz.
A diferencia de las trágicas historias occidentales,
en las que el sufrimiento se exacerba y muestra sus caras más negativas, la
sensibilidad oriental –y en este caso, la japonesa– suele decantar el dolor; lo concentra, al mismo
tiempo que lo purifica y lo sublima, al punto de transformarlo en una obra de
arte, quieta y hermosa.
Entonces, a primera vista, parecería que una autora asiática
tiene poco o nada que ver con los lectores latinoamericanos, pero, como suele
decirse por ahí, “el arte no tiene fronteras”; si bien el bello y simple estilo
de Yoshimoto emula algunos géneros literarios tradicionales como el haiku –pequeños poemas heptadecasílabos
descriptivos–
o el nikki –el equivalente a nuestras
memorias o diarios personales–, los dos fundidos en el más actual watashi shoosetsu, sus imágenes o intenciones se manifiestan con perfecta
claridad: “La brisa del atardecer entraba por la ventana con tela metálica, y
contemplando el cielo que se extendía azul con los últimos restos del calor,
comíamos carne de cerdo hervida, fideos chinos fritos, ensalada de sandía…
Cociné para ella, que se ponía contentísima con cualquier cosa que preparaba, y
para él, que glotoneaba en silencio”.
Ciertamente, no hay complicadas metáforas o figura retóricas, no experimenta con la sintaxis, no inventa un léxico nuevo… no hay mayores artificios literarios; en cambio, nos ofrece un sinnúmero de colores, texturas, olores y hasta sabores, en un juego sinestésico donde literatura y modo de vida se confunden, un juego que suele terminar en un silencioso llanto, satisfecho por haberse consumado.
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