Tratemos de evitar los discursos
apocalípticos de cliché sobre el
“inevitable fin del mundo”, “el juicio de las almas pecadoras” y “la perdición
de nuestro amado país”. La distopía presentada en Ciudad de Dios (u otra película con tónica similar) es apenas un pálido reflejo de lo que se vive día a
día en numerosas regiones del mundo, es cierto; pero también ofrece un vistazo
de sus causas.
Para
aclarar ciertos puntos, vale la pena hacer una suerte de retrospectiva estilizada:
A
pesar de los obstáculos, hubo un momento en que el Soñador creyó que el mundo
ideal estaba al alcance, todo gracias a él; después, cuando más alto se había
elevado, largas garras lo precipitaron al suelo, acribillaron sus ilusiones
y lo dejaron mutilado dentro de un cráter; entonces, el Soñador —con
sobrehumano esfuerzo
— se arrastró hasta poder incorporarse, mientras rememora
una y otra vez la caída.
Tiene miedo, está furioso, empieza a dejar de creer
(las garras lo escarmientan de vez en cuando, para asegurarse); ahora se persuade de lo equivocado que estaba (lógico…), tira a la basura sus
antiguas convicciones, mira con desprecio a sus ofensores y a los que lo
permitieron (¡ingratos!) y parece coquetear con la idea de mandarlo
todo al carajo o cambiar de bando (¿quién no quiere estar del lado ganador?).
Pero resulta que ¡oh, sorpresa! en el camino parió varios hijos: uno, nacido de
las ilusiones, sigue peleando, se levanta, se tropieza, a veces enceguece, no
olvida su objetivo pero quiere conseguirlo todo él solo; otro, muere durante el
parto y el fantasma de su pútrido cadáver acompaña a su padre y a sus hermanos
a cada paso; otro nace del odio, tiene el cuerpo lleno de cicatrices
purulentas y su juguete favorito es una AK-47; el último nació de la mierda y, por tanto,
siempre tiene hambre de dinero. Todos siguen su propia senda… pero, ¿hacia
dónde?
Entonces, regresemos a nuestro punto de partida: la distopía, el camino al infierno.
Vamos en línea recta y sin escalas, casi seguro; pero, ¿cómo concebimos este oscuro destino?
Violento, brutal, indiferente, trágico, doloroso… ajá, ¿y qué más?
¿Eterno, acaso?
¿Una vez que el averno caiga sobre nosotros, ya no podremos
escapar nunca?
¿Qué tal si sí hubiera una salvación?
¿Cuál sería?
¿Quién nos
salvaría?
Veamos:
Desde donde yo lo veo, hemos visto y vivido suficiente historia como para saber
que ninguna etapa es perpetua. Puede ser muy larga, corta o espaciada, lo único
constante es su dinamismo, de manera que, si podemos vislumbrar el inicio de un
periodo nefasto, también podemos imaginar al menos su final.
Sobre
la violencia y la crueldad, es necesario tener presente que, como muchas
otras capacidades emocionales, son inherentes a la naturaleza humana; todos
somos individuos potencialmente violentos. Para poder controlar estos impulsos
es preciso asumir este hecho –pues negarlo es tan reprobable como dejar libre a
la bestia-, sólo a partir de ello, se puede iniciar el proceso de
“domesticación” y adaptación a un medio social que requiere de autocontrol para
mantener un equilibrio (lo cual vi enunciado por primera vez en un elocuente libro sobre licantropía).
¿Qué
hay de la salvación? Pues si podemos vislumbrar un final para el infierno, existen
muchas posibilidades; unas más concretas, unas más utópicas, otras más
supraterrenas, todo depende de cada perspectiva. Sin embargo, me parece —como a muchos otros— que
seguir con la idea de que un solo individuo o grupo reducido de personas (o
entes) podrán salvar a toda la humanidad sería una condición fundamental para
alargar nuestra estadía en el inframundo. Por un lado, ¿no ha sido esta funesta
idea de caudillismo lo que le ha impedido a las ideologías liberadoras el
alcanzar su objetivo?, ¿no a todos les llega la tentación ser “El Salvador”?,
¿no es por ese afán egocéntrico que no han podido ponerse de acuerdo y se han
vuelto víctimas fáciles de sus antagonistas? Por otro lado, relegar la
salvación a otro manifiesta un profundo horror a asumir una responsabilidad
histórica. ¿Tan cobardes somos?, ¿tan débiles o tan incapaces? Es decir, si
existe una capacidad en sentido destructivo, debería haber una capacidad
inversamente equivalente.
En
tiempos tan catastróficos como los que vivimos ahora no es de
sorprender la cantidad y variedad de teorías acerca de lo que nos depara el
futuro; unas promueven la idea del destino, otras, la de la construcción
gradual y causal de la propia existencia.
En lo personal, no sé cuál será la
correcta, ni siquiera si existe tal; pero creo que, bajo el supuesto de que
nuestro destino estuviese trazado –por nuestra naturaleza, Dios, las fuerzas
cósmicas o quien sea-, es tiempo de levantar la vista y, al menos, elegir cómo
enfrentarse a él.
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