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EL ENSAYO ENSAYO por Luigi Amara
(Versión original en: http://letraslibres.com/revista/convivio/el-ensayo-ensayo)
El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo
todo.
Ezequiel Martínez Estrada
Más que la imagen del centauro, que
Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé
qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el
ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el
ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que
la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza
por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo
capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de
solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía
Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre
Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante,
en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que
hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una
forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera
“prosa de ideas”.
Lo mismo en Montaigne que en Bacon, los
dos fundadores del ensayo, está la idea del tanteo, de experimentación, la
inquietud de paladear las cosas por uno mismo. Su verbo característico es
“probar”, no en el sentido de demostración, sino de ver a qué sabe. Con el ensayo
se avanza por el terreno solitario de la subjetividad, de espaldas a las
doctrinas establecidas, con el fin de sopesar un asunto, cualquiera que este
sea, en la báscula interna, someterlo al escrutinio de la experiencia personal,
a su ensayo.
El género nace con un ojo puesto en el escepticismo y otro en la reivindicación
de la experiencia; descree de lo aprendido, sigue el sendero de la herejía y
entonces voltea hacia la propia subjetividad, ese asidero no menos tambaleante.
El ensayo sería poca cosa si no fuera también una forma de palparse, de ir al
encuentro de uno mismo, de tentarse: Montaigne, explorador de sí mismo,
concebía al yo como algo tentativo, en construcción, inestable; decía que había
hecho su libro tanto como su libro lo había hecho a él.
Todo esto lo escribo con un poco de
bochorno pues sé que es de sobra conocido; pero lo escribo de todas formas porque me parece
que esas dos cualidades del ensayo –su acento subjetivo y su sinuosidad
tanteadora– están ausentes de mucho de lo que hoy se considera ensayo. Pasa tal
vez que la libertad con que discurre el género ha contagiado nuestro
vocabulario y entonces cualquier texto en prosa, desde el artículo de periódico
hasta la tesis académica, desde el comentario
político hasta en últimas fechas la novela, se consideran ensayos. Como de
pronto todo mundo dice escribir ensayo, y hay colecciones de ensayo y premios
de ensayo que no publican ni premian ensayo –sino más bien estudios,
monografías, colecciones de artículos, tesis para obtener un grado, maquinazos, reseñas presuntamente
críticas, discursos–, a fin de distinguirlo de esa variedad de textos de una
cercanía engañosa algunos se han visto en la necesidad de denominarlo “ensayo
literario”, “ensayo libre” o “ensayo personal”, mientras que otros hemos
preferido referirnos a él, con algo de énfasis y de nostalgia, como “ensayo
ensayo”. Es verdad que el género es tan elástico y
movedizo, tan receptivo y abierto que no tiene mucho caso preguntarse por su
pureza; pero tampoco tiene mucho caso reflexionar y hasta organizar mesas
redondas sobre el ensayo cuando en realidad estamos hablando de otra cosa.
Algunos rechazan que sea propiamente un
género; otros pretenden que también los escritos formales, teóricos, que siguen
un rigor lógico han de ser llamados ensayos. Yo creo que estas dos posiciones
son una necedad, un resignado estatismo de la ignorancia. Etiquetas como la de “ensayo formal” o
“ensayo impersonal” rechinan en mis oídos, en mis oídos quizá anticuados, como
la idea de una novela sin narrativa o un soneto en prosa. Mi escalofrío se
produce no por cerrazón, sino por la sospecha de que al entenderlo así, de esa
manera tan laxa, se pierde justamente su cariz experimental, su condición de
laboratorio sobre el papel.
El ensayo es un “género degenerado”, sí,
y por si fuera poco de lo más hospitalario, pero no hasta el extremo de
traicionarse. ¿Qué ganamos con decir que sus únicas constantes son la apertura
temática y la libertad
compositiva, cuando eso mismo podría
decirse de muchísimas cosas? “Prosa no narrativa”, han dicho otros. Pero como
el ensayo con frecuencia incluye anécdotas o adopta la estructura del relato,
nos quedaríamos solo
con la prosa. El ensayo es prosa.
¡Fabuloso! No hay que olvidar que el libro de Montaigne fue considerado por
Brunschvicg “el libro más original del mundo”; si me resisto a llamar a todos
esos tratados, informes de investigación y artículos de toda laya ensayos,
es porque no encuentro en ellos los rasgos que hicieron del libro de Montaigne
el libro más original del mundo.[1]