El siguiente es un ensayo que nació, hace varios años, a partir de la lectura de otros dos: El primero es "Sahagún o los límites del descubrimiento del Otro" de Luis Villoro (en Estudios de Cultura Náhuatl, Vol. 29, México: UNAM-Instituto de Investigaciones Históricas, 1999. pp. 15-26) y el segundo comprende una serie de fragmentos sobre el otro de Mijail M. Bajtín (Yo también soy, selec., trad., comentarios y prólogo de Tatiana Bubnova, México: Taurus-Alfaguara, 2000. (La huella del otro)).
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Desde sus inicios, el ser humano ha
sido un animal social. Sin embargo, ello trasciende la mera supervivencia; la
identidad, la condición de ser y el propósito del hombre se define a partir de
su relación con los otros.
Descartes decía:
“Pienso, luego soy”. Bajtín, más tarde, cuestiona: “¿Por qué sólo por haber
advertido que pienso, debo considerar que pienso la verdad? Ésta no puede caber
en una sola conciencia, sino que se genera en el encuentro dialógico de varias
conciencias” y establece que para que exista el yo, el otro es la primera
condición, por lo que habría que cambiar el postulado ontológico a: “Pienso, yo también soy”.
¿Cómo sé que yo soy yo? No
creo averiguarlo únicamente a partir del pensamiento, del carácter, del
conjunto de gustos, aficiones o acciones; mucho menos de mi nombre o apariencia
física. Entonces, ¿cómo sé que yo soy yo? Se me ocurre que la única manera de
saberlo es compararse con otros.
Por un lado, yo soy gracias
a los demás: existo porque mis padres me concibieron, soy hija porque tengo
padres, soy hermana porque tengo hermanos, soy amiga porque tengo amigos, soy
alumna porque tengo maestros; y por el otro, yo soy para los demás: ¿Qué
quiero ser de grande? (Aunque me choca esa expresión, negándome existencia en
el ahora chiquito): Bombero, policía, médico, biólogo, escritor, pintor, etc.,
sin importar el oficio o la profesión, es posible hacer porque los otros lo
necesitan.
El paradigma de identidad
propia se complementa, así, con el principio de alteridad u otredad, el cual
consta de dos partes (ideales, al menos):
1) Reconocimiento de la igualdad: “Ese sujeto que tengo enfrente es
igual a mí: respira, come, duerme, siente, teme y se preocupa como yo. Es una
persona que vive en este mundo y también quiere sobrevivir”.
2) Reconocimiento de la otredad: “Ese sujeto que tengo enfrente es diferente a
mí: tiene un origen distinto, su historia es otra, percibe el mundo de otra
manera, sus sueños, aspiraciones y miedos son diferentes a los míos. Soy algo
muy diferente para él”.
La
relación entre este principio con el propósito ontológico y las relaciones
humanas es intrínseca.
Tomemos
como ejemplo la conquista de América; plantea una serie de cuestiones analizables
en los términos mencionados. Luis Villoro lo expone con abrumadora claridad.
Al negar igualdad y
otredad, se despoja a un sujeto por completo de su condición y se le reduce a
un objeto; así, su dominio está asegurado. Al destruir todo vestigio del pasado
de una persona, ésta se queda desnuda, vacía, sin una mirada propia, por lo que
es obligada a verse como el otro la ve. Los conquistadores miraban con
desprecio; por eso, después de perder la guerra ante intrigas y soldados microscópicos, muchos
indígenas se vieron a sí mismos derrotados, como objetos sin valor.
Eso,
en el caso de los soldados. Con los misioneros fue otro cantar[1].
Si bien es cierto que su cometido era acabar con los dioses paganos e
introducir al indio en la fe verdadera, individuos como fray Bartolomé de las
Casas y fray Bernardino de Sahagún sufrieron cambios drásticos en lo que a su
percepción se refiere. Ya que era imposible adentrarse en la mente indígena sin
tener conocimiento acerca de su mundo, se volvió imprescindible aprender la
lengua, las costumbres y la cosmovisión del otro —conocerla, no
asimilarla, o el convertido sería el misionero.
Lo
que de ambos humanistas encontraron excedió por mucho sus expectativas: estos
“indios ignorantes”, “idólatras” poseían una visión tanto o más compleja que la
española, cada aspecto de su vida era regido por una profunda devoción por su
historia y sus dioses. Así —dado que algo nuevo no se puede
aprender si no se hace una analogía con algo ya conocido—, los frailes hicieron comparaciones con los griegos, los romanos, los
moros o los germanos para tratar de entender, pero con poco éxito.
A
partir de ello, de las Casas reconoció a los indios como personas tan capaces y
con tantos derechos como él, pero no les reconoció su otredad. Para él, la cosmovisión
india estaba equivocada; era menester salvarlos de su error e introducirlos a su
verdad, la correcta.
Sahagún
tomó un camino diferente. Les concedió a los indios igualdad, sí, pero también valoró
su discurso, recopiló lo que pudo del pensamiento nahua para conservarlo. “Nada
más peligroso que concederle la palabra al otro cuando se quiere dominarlo”, afirmó
certeramente Villoro.
Ahora,
podría haber surgido un complicado predicamento en la mente de Sahagún: Si el
objetivo de la conquista era difundir la palabra de Dios y si los indios ya habían
llegado solos a un elevado nivel de organización religiosa por su cuenta, ¿qué
sentido tenía la presencia de los
españoles en América?, ¿cuál sería el propósito de los misioneros?, ¿cuál sería
entonces la razón de su presencia? Era demasiado. No quedaba más alternativa
que hacer un desdoblamiento comparativo de manera que, como de las Casas,
Sahagún fuera el que tenía razón.
Entonces,
así como la alteridad puede establecer lazos de empatía y entendimiento, su
tergiversación también puede favorecer el egocentrismo y la segregación. Cuando
se invade o se declara la guerra a un país (decía Chesterton que la única
guerra defendible era la guerra defensiva), cuando se cosifica y se le niega subjetividad
al otro (hábito particular de los
psicópatas al momento de divertirse con sus víctimas), o bien, cuando se usa la
diferencia para deslindarse del mundo (“esos otros nada tienen que ver conmigo,
¿a mí qué chingados me importa lo que les pase?”), algo está saliendo extremadamente mal.
Se
dice que todos somos uno, porque los otros son la clave para que yo sea yo, de
manera que si puedo entender al otro, puedo entenderme como sujeto. Brecht no
se cansó del tema: Importa mucho si el otro es asesinado, violado, secuestrado,
abusado o injuriado porque ese otro podría ser yo y si así fuera, rogaría
porque alguien se pusiera en mi lugar, me entendiera e hiciera algo al
respecto.
[1] Al menos en México. El caso de
Filipinas es, me atrevo a pensar, incluso más trágico. A la Nueva España
llegaron muchas de las más grandes eminencias en humanidades en consonancia con
el espíritu renacentista de la época; a Filipinas llegaron muchos de los más
crueles déspotas. En su “Prólogo” a Noli
me tangere de José Rizal, Leopoldo Zea describe con dolor las condiciones
del pueblo filipino: además de la miseria material y la imposición religiosa, en
las islas se les prohibió a los indígenas hablar español, a diferencia de los
americanos, so pena de castigos físicos y humillaciones. Al negarles la lengua
de la nueva cultura dominante, se condenó al filipino a observar un mundo
estrecho, doloroso y temible.
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