Ilustración de Ángel Zaldívar. |
“¿Tejer?
¡No mames, tejer es para viejitas!”, se oye por las calles.
No
hay duda de que se trata de una burla. Tanto el acto de tejer como la condición
de “mujer de edad avanzada” carecen de dignidad, emoción y valor social a ojos
de nuestro agresor y la respuesta inmediata (natural y justa) podría ser: “¡Ah,
chinga tu madre, ‘viejita’! ¡Ora, namás por eso, tú invitas las chelas!”. Pero si
consideramos bien la situación, nos daremos cuenta de que el enunciado se apoya
en presupuestos ridículos e ignorantes.
Cualquiera
que haya intentado tejer, bordar o zurcir (volver a pegar tristes botones no
cuenta) reconocerá de inmediato que no es igual a estornudar, ni sólo es cosa
de “pasar el hilo y ya”; entender las instrucciones para elaborar tal o cual
prenda se puede ubicar entre las actividades de intelección más herméticas; y cualquiera
que haya escuchado las historias de las grandes tejedoras o las haya observado
en la naturaleza, deducirá que las apariencias engañan, en especial, las
inofensivas.
Entre las múltiples representantes
en Occidente, la que me provoca más curiosidad es Penélope, reina de Ítaca y
esposa de Ulises. Hoy en día y en determinados ámbitos, ser comparada con ella puede
tener, al menos, dos implicaciones: 1) que una sea vista como portento de
esposa paciente, leal, discreta y abnegada o; 2) que una sea vista como un
(lamentable) ejemplo de sumisión y resignación al patriarcado.
A
primera vista y de acuerdo con la forma en que han operado los símbolos a
través de la historia, la figura de la reina itacense en verdad representa uno
de los pináculos de la pasividad. Sin embargo, ello parte de un error por
omisión: que tejer no significa nada, que es hacer algo sin hacer nada, que sólo es una forma menos
molusca de esperar por otra cosa…
Si
llenáramos el hueco con hilo y estambre, ¿qué pasaría?
La
historia dice que, para ponerle un alto apropiado
a los avances de los cazafortunas, Penélope anunció que tomaría una decisión una
vez que terminara la mortaja de su suegro. Durante el día tejía y en la noche,
deshacía…. Y así, por unos tres años. De acuerdo con la lectura clásica, el
tejido era lo de menos, lo importante era comprar tiempo para el regreso de Ulises.
Nunca
me atrevería a presumir qué hizo o no hizo Homero en vida, pero me inclino a
pensar que tal vez no era de los que, en su niñez, permanecían quietos a
observar cómo las mujeres a su alrededor hilaban, enhebraban y laboraban. Si
hubiera sido así, la labor de la reina acaso tendría la misma relevancia epistemológica
que las tertulias en el ágora.
Atenea
favoreció al astuto rey de Ítaca y a su familia, no hay duda de ello, pero
suele olvidarse que la diosa de la sabiduría y las actividades inteligentes
también protege a las hilanderas, tejedoras y bordadoras. ¡Con toda razón! Quien
entiende de tramas no es ningún idiota. Si bien la complejidad varía, es
necesario un mínimo sentido de estrategia, discurso (de discurrir),
anticipación, cálculo y posibilidad de error. La regularidad del movimiento
ofrece, asimismo, el freno idóneo para los pensamientos atribulados; la
monotonía (peligrosa como es) también despeja la senda para la cavilación
recta.
Como
actividad humana —que se realiza por gusto o vocación—, producir colchas,
chambritas, bufandas, suéteres, cobijas, rebozos, manteles, tapices, gorros,
calcetines, faldas, yelmos, barbas e innumerables etcéteras implica una noción
de otredad equiparable con la de quien trabaja el campo y quien trabaja en la
cocina: satisfacer una necesidad primaria de otro individuo. Como actividad
egoísta, se manifiesta la intención de disfrutar el resultado tangible del
esfuerzo propio. ¿Por qué no?
Si
se observa con atención, la manera en que se entrelazan el derecho y el revés —elementos
banales en su singularidad— depende de una intención estética y una conciencia
del todo, del entramado, del futuro mismo. ¡Pregúntenle a las moiras! Ningún
hilo es igual a otro, pero tampoco es muy diferente; el color, la textura, la
longitud y el propósito difieren según la hebra. Aun así, todos deben terminar.
El concepto de ‘destino’ está implícito en cada tejido. Es por eso que surge la
imperiosa necesidad de azotar la cabeza contra la pared una y otra vez cuando,
en el trance de la acción, el material se enreda, se jala o si se produce un
error en la cuenta. La perspectiva del resultado nos obliga a cancelar nuestro
derecho a equivocarnos y exalta el deseo de perfección. ¡Mejor deshacerlo todo
y volver a comenzar!, sólo la experiencia y el genio pueden transformar un
desliz en afortunado ornato. Hay quien, como Hugo Hiriart, entiende que no se
trata de un mero proceso mecánico: “El arte por el arte y el tejer por el
tejer” (refiriéndose a la labor de las arañas, tejedoras por antonomasia).
Así,
por un lado tenemos la estética de la urdimbre y por otra, la ética. Tejer sí
tiene un significado, no es no hacer nada,
es otro tipo de discurso que surge a partir de un contexto y que responde en
consecuencia. No sería muy diferente del propio acto de pensar, si consideramos
que, típicamente, se opone el pensar
o teorizar al hacer. No obstante, la lengua misma ofrece indicios de lo
contrario, ya que “pensar” es tan verbo como “hacer” y —en calidad de verbo— es
acción por derecho morfosintáctico, semántico y pragmático (Eduardo Nicol
podría decir algunas palabras al respecto). Entonces, quizás elaborar una
mortaja por años resulte tan significativo como tratar de regresar a casa.
Penélope
no es tonta (“Quien entiende de tramas no es ningún idiota”): Aprovecha el
menosprecio de los hombres por los quehaceres femeninos y la supuesta piedad
por la condición de los muertos para esconder un profundo ejercicio
intelectual detrás de cada hilo. Aun si no esperara el retorno de Odiseo, el
tejido la protege de un matrimonio impuesto por la codicia y la ley; ella podría
ganarse el legítimo favor de Atenea sólo por eso. Homero nos habla de los pensamientos
de la mujer, pero únicamente los que se relacionan con su esposo (claro, se
trata de la Odisea). ¿Y todos los
demás?
A
lo mejor, en esos largos días, la tarea fungió como un verdadero lienzo en
blanco. Al tiempo que avanzaba, nuevas figuras aparecían en la tela y la repetición
la hacía más hábil, con deseos de retarse a sí misma en un campo placentero. Se
trataba de una mortaja, en efecto, pero Laertes no estaba muerto, así que
Penélope no tenía la obligación moral de observar un diseño plano y sobrio.
Por
supuesto que conocería la fatídica historia de Aracné y no tendría la intención
de cometer el mismo error. La muchacha se había equivocado, no al creer que era
mejor que Atenea, sino al presumir y aferrarse a su palabra frente a la diosa. Entonces,
Penélope pensaría: “Es posible que hayas dicho la verdad sobre los dioses, pero
tu arrogancia lo convirtió todo en un motivo para ser castigada. Donde el
tejido habla, las palabras sobran.”
El
silencio de la reina itacense —interpretado como símbolo de sometimiento— entonces
pudo haber sido una muestra de concentración en asuntos filosóficos. Cada idea,
cada recuerdo, cada historia, cada mito que atravesara su mente podría verterse
en la estrecha trama, igual que un diario. La ventaja sería que, como habría de
deshacer el producto, ahora podría ser honesta: Teje sobre lo que sería vivir como pastora en una isla solitaria, sobre
lo que hubiera pasado si jamás se hubiera casado, lo que se sentiría ver el
mundo con los ojos de un águila.
Además,
en su encierro y rodeada de sirvientes, tal vez se habría enterado de cosas que
jamás hubiera escuchado al lado de Odiseo, cosas que valdría la pena plasmar en
el lienzo: Un día teje sobre una familia
atacada por soldados; al otro, sobre un grupo de hombres que violan a una
adolescente; al siguiente, sobre un viejo mendigo apedreado por niños en la
plaza; al que sigue, sobre una mujer condenada a tejer con una sola madeja escarlata
por siempre... Por la noche, cuando jalase el hilo y las escenas
despareciesen, imaginaría que es real y sentiría que ella es la responsable. ¡Ah!
Pero, a veces, también se tropezaría con la urdimbre y desharía centímetros
enteros porque detesta equivocarse.
Acaso ser Penélope no es ser como
todos piensan. Sufrir de un síndrome penelopino, hoy en día, podría significar lo
contrario a la espera pasiva o al esfuerzo sin propósito; una compulsión por el
trabajo llano, simétrico y detallado, por ejemplo: “Ya no sé qué escribir y
necesito descansar mi cerebro... ¿Dónde dejé mi tejido? ¡Ah, ahí’stá! ¿Pero
qué…? ¡Ay, no! ¡Ara, tu pinche gato volvió a jugar con mis cosas! ¡Un día de
estos lo voy a enrollar y atorar en la persiana, te lo juro! *…Riiiiing…* ¿Qué
quién me habla? ¿Ulises? ¡Ah! Dile que yo le llamo en un rato. Este estambre de
porquería ya se me enredó otra vez.”