[…] cuando el sonido, y el color y la forma se
encuentran
en una relación musical, una hermosa relación entre
unos y otros
se convierten,
por así decirlo, y evocan una emoción
que está hecha de distintas evocaciones y sin embargo
es una sola emoción.
W. B. Yeats, “El simbolismo de la poesía”
きみでいて ぶ じ で いて
(Sé tú, está[te] a salvo).
Kanno Yōko, “Kimi de
ite, buji de ite”
(canción dedicada a las víctimas del tsunami-terremoto
de Japón)
Ha llegado a mis oídos que hay una pugna ideológica
latente entre artistas y diseñadores, al menos, así dicen en la Escuela Nacional
de Artes Plásticas. Al parecer, los primeros son “unos pedantes, egocéntricos,
pagados de sí mismos” y los segundos son “las prostitutas del arte, siempre
pendientes de la oferta-demanda para ‘crear’ y listos para venderse al mejor
postor”. Me imagino que con los músicos y compositores, los prejuicios no son muy
diferentes.
Los partidarios de la mitológica alta cultura quizá
consideren improbable —por no decir imposible— que una persona que se dedica a componer música sobre
encargo para videojuegos, caricaturas y —¡horror de horrores!— para comerciales de la Coca-Cola, merezca tantito
respeto. Tal vez, pero hoy no dan ganas de formar parte de las filas
apocalípticas según Eco ni de pensar que la cultura de masas representa el fin
de la cultura humana, así que habrá que ver el asunto con detenimiento y
conocer la historia de quien podría cambiar varias opiniones.
Yōko es un
nombre un poco difícil de traducir, en especial, porque
depende de los kanjis con los que se
escriba, pero lo más certero, en este caso, sería: ‘Niña del Sol” o “Niña
solar”, donde la bebé es considerada una fuente de luz tan poderosa y brillante
como el sol. Es posible que los padres viesen algo extraordinario en su hija —y
no necesariamente por cursilería parental—. En fin, el 19 de marzo de 1964 nació una niña llamada Yōko en la prefectura de Miyagi[1] y los
hechos empezaron a confirmar la intuición; como tuvo la fortuna de estar cerca
de la música, compuso desde chiquita. Sin embargo, un entrenamiento musical pudo
haber costado más de lo que su familia podía pagar y entonces la cosa se quedó
dentro de ella, que se enseñaba a sí misma a escuchar y jugar con los sonidos.
El tiempo pasó y muchos se fueron poniendo viejos. Justo
cuando creía que escribir novelas era lo suyo y había entrado a la Universidad
de Waseda para estudiar Letras Japonesas resulta que la niña no soportó más de un mes y en otro lado se le dio la oportunidad de tocar su música. Así pasa. Se divirtió un par de años con Tetsu 100% hasta que la gente de Koei, al ver talento en potencia, comenzó a ofrecerle trabajos de composición para videojuegos.
Así estuvo unos
años, y en 1994, la situación volvió a cambiar de tinte, pues también le
llegaron ofertas para trabajar en anime. Macross Plus fue sólo el calentamiento; luego vinieron proyectos
como Brain Powerd, algunas
colaboraciones con el equipo de CLAMP, Arjuna,
Ghost in the Shell: Stand alone Complex,
Turn-A Gundam y muchos otros más en
los que trabajó al lado de grandes personalidades en el mismo campo. Desde
entonces, la dinámica ha sido casi siempre la misma: Le mandan el libreto uno o
dos años antes de concluir la serie; ella primero se deja ir y luego consulta.
Si bien toca muchos instrumentos, el piano es el que traduce mejor sus
emociones. Es probable que durante esos días ella diera a luz a su otro nombre,
Gabriela Robin, y al pollito que se
asoma en la ‘Y’ de su firma.
Como sea, parecería que la trayectoria de la Niña del
Sol no es tan extraordinaria como vaticinaba su nombre —algunos dirían que apenas alcanza a ser mencionada
como curiosidad de cafetería. Pero como sucede con muchas frutas artísticas (no
con todas), el jugo no se encuentra en los hechos externos, sino en la obra. Los
nombres de Cowboy Bebop, Escaflowne no Tenkuu y Wolf’s Rain son los que más resuenan en mi
cabeza cuando pienso en ella y les diré por qué.
SEE YOU SPACE COWBOY!
—En un futuro de cazarrecompensas intergalácticos,
aderezado con toques western,
neoyorquinos y fronterizos, se desarrolla la historia que queremos que
musicalices —me imagino que le dijeron a Yōko un buen día.
—Ah, bueno… —llanamente
pudo haber contestado ella. Luego, a lo mejor se metió a su estudio y empezó a
oír música aleatoria mientras escribía, como suele ser su costumbre.
Quizá “Tank!”
empezó a tomar forma en su mente: las trompetas y los platillos dan una
electrizante entrada, los contrabajos y los bongós luego llevan un ritmo más
tranquilo sólo para anticipar un estallido de puros fuegos artificiales. Tal
vez una seductora voz masculina podría anunciar la fiesta, o decir algo que
suene como advertencia: “…Get everyone and their stuff together, Okay,
3..2..1..Let's JAM!” Bien, eso podría sintetizar el vértigo de la vida de la
banda del Bebop. “Tiene que ser
movido, pícaro y transmitir un aire de peligrosa audacia”, se diría ella frente
a su piano.
—¡Pero, mujer! ¿Qué le buscas? Eso se llama jazz
—le contestaría un homunculillo lógico y razonable que suele reptar por su
estudio—. Eso se toca en Estados Unidos;
lo inventó el pueblo negro de las ciudades de la costa este, en medio de luces
nocturnas, fuertes zapateos y terribles separaciones —le replicaría el
bicho—, ¿qué tiene eso que ver contigo o
con unos cazarrecompensas espaciales?
—¿Y qué? Es tan
de ellos como nuestro —como a Yōko siempre le pareció más fácil tocar música
que hablar, no le importa la cuestión de los géneros; si es la forma que
necesita, eso es más que suficiente.
—¡Haz lo que quieras! —y el homúnculo
desaparecería por el momento. Ella podría haberse imaginado a Spike, el
personaje principal. No le dieron características muy específicas, así que debió
ingeniárselas para acertar. Sólo le dijeron que es un joven cínico y con
recuerdos dolorosos de un viejo amor… ¡el saxofón lo diría bien! “Goodnight
Julia” suena a una sola y melancólica voz y el piano sólo concentra aún más su
canto. Pero, ¡un momento!, incluso podría tener una segunda parte, una
continuación, una oportunidad para trascender el recuerdo: “Space lion” transcurre
del solitario saxofón hasta cánticos infantiles, claros y cíclicos, donde ambas
voces se combinan y revelan el final del camino.
A lo largo de la
composición, Yōko también trabajó con su banda, The Seatbelts, y con Yamane Mai, una dulce cantante que adora el
soul.
Según le dieron
los argumentos de los capítulos de la serie, ella experimentó con más y
diversos géneros —sin buscarlo y para irritación del homúnculo purista—: “LIVE
in Baghdad” exuda el más puro espíritu metalero entre riffs rápidos y sonoros bits que inspiran headbangings; pero, si se trata de cowboys, por fuerza debe haber música western: “Go go Cactus Man” evoca escenas propias de El bueno, el malo y el feo; también hay momentos
donde la harmónica bluesera de “Spokey Dokey” o soulera de “Digging my Potato” queda
muy bien para transmitir viejos dolores;
el juguetón j-pop de “Cats on Mars” refleja la personalidad de Ed, la
excéntrica niña genio; y “MUSAWE”, cantada por Hassan Bohmide, combina el jazz
americano con las voces tradicionales sudafricanas. Al verlo con cuidado, lo
cierto es que las estrellas no son muy diferentes de las luces de la ciudad en
medio de la noche, la soledad en medio del espacio no es distinta a la soledad
bajo la lluvia y los espasmos que producen en jazz se sienten igual allá arriba
que aquí abajo.
Más de cien
pistas apenas fueron suficientes para darle vida a un universo, literalmente,
multicultural.
Session
over.
EL GUYMELEF YSPANO Y EL LLAMADO DE LA ARCADIA
—Bien, esta
historia se trata de una chica de preparatoria que adivina el futuro y conduce
o anda por ahí sobre un mecha[2]
blanco —le dijeron otro buen día a Kanno, por ahí de 1995.
—Entiendo —fue
la escueta respuesta. Se encaminó a su trinchera y se puso a componer las
primeras piezas, unas diez o veinte.
—¡Pero, mujer! —chilló el homúnculo—, “¿sabes que también habrá reyes y príncipes,
dragones y magia?, ¿qué sabes tú de eso?
—Claro que sí,
aquí también tenemos magia. —Escaflowne no Tenkuu
o La visión de Escaflowne, además, era
una historia de amor; así debía ser el resto del proceso de composición. Su
esposo compartió la tarea con ella.
La formación
como chelista profesional de Hajime[3] y las
fuertes influencias de Ravel y Debussy de Yōko se fundieron para crear un tipo
de obra mucho más sinestésica (porque los sonidos también tienen colores y
formas). Imagínense un lienzo blanco. Ahora, suena “Dance of curse”, por
ejemplo, que empieza entre aceleradas cuerdas, cortas y agudas (se alternan brochazos
amarillos, ocres y hasta anaranjados con rasguños blanquecinos), y luego
explota entre percusiones graves y coros mixtos que repiten el mismo nombre: “ES-CA-FURO-NE” (pasa a repetidos rayones
de verde y de ahí a bloques de vinos y terracota), las notas suben y bajan
dramáticamente, representando la imagen de fuego, de guerra, de desastre;
“Zaibach” es más lúgubre aun: el contrabajo y el chelo buscan sus tonos más bajos,
la violas esperan y gritan en tono ascendente para acompañarlo; trompetas, cornos
y tubas acercan poco a poco un peligro inminente (sólo se ve un fondo negro con
plastas de marrón y rojo en puntiagudas y pesadas formas).
“Memory of
Fanelia” y “Fatal” son piezas de aristocrática nostalgia. La primera usa violines al estilo de los reinos costeros del
siglo XVIII y dulces toques de harpa (despiertan tonos oscuros del rojo, verde y
azul trazados con delgadas líneas curvas de oro y plata, muy diferente de “Aoi
Hitomi”, canción que comparte la misma melodía, pero en un juego visual más
amoroso); la segunda es un solitario silbido de una vieja canción popular, como
una débil llama en medio de la oscuridad (como un trazo blanco que titila a
veces con más fuerza, a veces con menos, en un lienzo negro).
“Yakusoku wa
Iranai” y “Hitomi theme” tienen esa dulce intensidad de todo tema romántico —no
podía faltar—: la primera en una explícita declaración de fe, que entre los
japoneses equivale a una de amor; la segunda (entre sus largos tonos blancos y
pasteles), transmite la unión entre los dos amantes, Hitomi y Van, sin ninguna
prisa, sin nada que explicar.
No obstante, las
piezas más hermosas me parece que son “Arcadia” y su guarnición, “Angel”. Como
sacadas de una ópera decimonónica, las voces femeninas se disuelven en el aire
como un recuerdo lejano lleno de luz e imágenes cristalinas; llevan a un mundo
ideal de alas blancas y paisajes bucólicos que fue y en medio de tragedias
desapareció. Hay momentos incluso, en los que uno entiende el solemne discurso
de Don Quijote sobre la Edad de Oro, una edad de perfecta armonía, donde las
perversiones del mundo real no llegan.
La música
también construyó, en aquel entonces, su propia historia de amor.
¡CORRE, LOBO, CORRE, EN BUSCA DE LA FLOR LUNAR!
—En un futuro no muy lejano, los lobos casi se han
extinguido, el mundo está al borde de la destrucción y la única esperanza
reside en un lobo vagabundo… Eso es lo que tenemos hasta ahora. —Podrían
haber dicho unos ejecutivos de los estudios BONES entre 2001 y 2002.
—Está bien —y
una vez más, Yōko, como siempre, se metería a trabajar en su estudio. Tal vez
se puso a darle vueltas al asunto. Los lobos, los ōkami, eran no sólo animales sagrados en la antigua cultura
japonesa, eran mensajeros, eran puentes, eran dioses guardianes. Ya no están,
ya casi se han ido. Recordarlos es sentir el dolor de su ausencia, pero también
es pensar en el futuro. La música debe decirle a la gente de este sufrimiento y
de la esperanza que le sigue.
—¡No entiendo! —atacó de nuevo el
homúnculo lógico—. Los lugares de los que
hablan son ciudades como las de Europa
del este, ¿sabes cómo es la vida allá? Además, los lobos salvajes y su culto se
remontan a siglos atrás, pero esta gente habla del futuro, de una extrema
modernidad, ¿qué tiene que ver una cosa con la otra?
—No —quizá lo
interrumpió con calma la compositora—: ya sea barbarie civilizada o
civilización barbárica, no se excluyen el uno al otro; los dos están ahí —y no
volvería a hacer caso.
El caso de Wolf’s Rain es único por la convivencia
perpetua de contradicciones (que no antinomias), no sólo a nivel de narrativa,
sino en cómo las melodías revelan tal discordancia sublimada en un todo
indisoluble.
En efecto, las
melodías pensadas para esta serie muestran una influencia internacional aun más
amplia que en Cowboy Bebop: Polonia,
República Checa[4],
Italia[5],
Francia[6],
Brasil[7],
Estados Unidos[8],
India[9] y Japón[10] se
encuentran presentes, menos en forma de géneros musicales y más en discursos sonoros
alrededor de un mismo concepto: la búsqueda delラクエン (Rakuen), el Paraíso. El viaje de
los Lobos con la Flor Lunar sólo tiene significado a partir de esta idea; sin
embargo, su Paraíso no es la perfección redentora de Occidente, es el mundo
donde los Lobos reinan y dan a luz a la Humanidad y a nuevos comienzos. No es
el final, es la siguiente parada y el retorno a la vez.
A diferencia de La visión de Escaflowne, cada pieza de Wolf’s Rain no evoca colores o formas,
sino que apela a la memoria, recupera recuerdos y los hace tangibles dentro del
propio cuerpo, como si algo nos llamara desde el interior. Así, resulta natural
compartir la inquietud de Kiba, el lobo ártico que inicia la historia: “No hay
nada en el final del mundo. No importa cuánto camine, el mismo sendero sigue y
sigue. Aun así, ¿por qué siempre tengo el mismo deseo…? Puedo oír a alguien llamándome:
‘Busca el Paraíso’”.
Los sentimientos
que evocan estas melodías se manifestaron de una manera muy curiosa en mi caso,
pues los pude traducir en algo abstracto en extremo y concreto a la vez: los
tiempos del lenguaje (al menos, del español y en bella nomenclatura): “Pilgrim snow” y “Hounds” suenan a presente, a
acciones que transcurren en el ahora del yo
soy, sin antecedentes obligados o consecuencias necesarias; “Visions of a
flame” e “Indiana” suenan al remoto pretérito colectivo del fuimos, en el que nos sentábamos
alrededor del fuego y nos mirábamos unos a otros escudriñando respuestas,
mientras que “My little flower” suena a un pretérito individual, un inocente e
infantil fui; “Mouth on fire” y
“Silver river” suenan a copretérito, un momento visto en su duración y, tal vez,
el yo era se vio interrumpido por
otra acción o se congeló en el tiempo; “Tsume no suna”, “Escape” y “Face on” suenan
a un futuro urgente y atribulado, sin mayor inquietud que su propio e
inalcanzable acontecer de yo seré.
No obstante, la
serie compuesta por “Sold your soul”, “Separated”, “Friends”, “Rakuen”, Leaving
on Red hill”, “Paradiso”, “Beyond me” y “Go to Rakuen” resuenan más hondo. Todas,
solas o en conjunto, suenan a los más tristes y estáticos tiempos: a
pospretérito —en su tono de esperanza y de posibilidad para formar el yo sería— y a pretérito subjuntivo —cuya
existencia es condicionada al si yo fuera;
pero verdaderamente llega a doler cuando las notas tintinean como
antecopretérito subjuntivo y sus ecos provenientes de ningún lugar: si yo hubiera sido.…
No sé si un
trabajo de composición es más auténtico, real o verdadero que otro, ya sea que
nazca de forma espontánea o por encargo, pero el uso que se le dé no determina
su valor. El trabajo
de Kanno Yōko, me parece,
dice mucho más acerca de su vida que lo que dejan ver sus entrevistas,
biografías u otras fuentes (y, seamos honestos, de todas formas no hay mucho
que contar). Por supuesto, ninguno de los amables lectores tiene la obligación
de creer mis palabras. Lo que es más: debe dudar de ellas, acercarse a escucharla
y extraer una experiencia e interpretación propias (en el mejor de los casos,
compartiremos la misma locura).
En fin, desde
donde yo lo veo, se trata de una propuesta con sabor a táctica certeausiana:
dentro del sistema de la cultura de masas y a partir de los elementos
proporcionados por la “cultura popular”, en vez de establecer un lugar común de
domesticación, la compositora construye una y otra vez un nuevo lugar de
enunciación desde el cual dialoga con el público. Es casi seguro que sus
motivos sean mucho menos políticos que estéticos, pero —para nuestra fortuna y
alegría— cada quién sabrá cómo apropiarse de cada una de sus músicas.
La Niña del Sol
brilla y el homúnculo se calla.
[1] Hecho
doblemente doloroso —por
la fecha y por el lugar—
debido a los últimos acontecimientos en la costa noreste de la
isla principal.
[2] Mecha es la abreviación de Mechanical, término que en Occidente ha servido para designar robots
gigantes, ya clásicos en el imaginario popular. En Japón, "mecha" puede englobar cualquier aparato electrónico de uso diario.
[3] Mizoguchi
Hajime (Tokio, 1960). Es un afamado chelista y compositor. Si bien ha trabajado
en varias bandas sonoras de anime, la mayoría de su trabajo se enfoca en
composiciones clásicas.